El maquillaje petrificado en el rostro de la mujer detrás del mostrador te da una idea del tiempo que lleva de turno. El delineador alrededor de los ojos se confunde con las ojeras. Sus párpados parecen una cortina a punto de caer.
—Su equipaje está en la Ciudad de México —te dice.
—¿Cómo en la Ciudad de México? —te inclinas sobre el mostrador, como si echar un vistazo al monitor donde consulta tus datos pudiera contarte una historia distinta.
—Debieron ponerlo en el vuelo equivocado —la trabajadora jala una solapa de su chaleco gris e inclina la cabeza hacia su hombro— llegará aquí mañana.
Intentas decir algo pero sabes que no tiene caso. Aún así, lo intentas.
—Mañana entonces, ¿a qué hora?
—Le daré un número y…
No escuchas lo demás. La señorita alarga su mano por encima del mostrador y te extiende un trozo de papel con los números garabateados.
Ni siquiera sabes para qué estás ahí. Debiste decir que no podías, inventado un compromiso. Posponerlo, al menos, unos días más. En lugar de eso abriste el navegador en la computadora, tecleaste el nombre de la aerolínea y buscaste el boleto. Costó cinco veces más que un viaje regular. Las emergencias son caras.
Te alejas del mostrador sin tener idea de cuanto tiempo pasaste esperando una respuesta sobre tu maleta. ¿Qué hora es?
Cuando tomaste el taxi al salir de casa sabías que estabas haciéndolo todo muy a prisa. Por eso, mientras el conductor tomaba la avenida y se dirigía al aeropuerto, no podías dejar de pensar: ¿apagaste todos los aparatos? ¿Cerraste las llaves del agua y el gas? ¿Bloqueaste la puerta? ¿Pusiste todo lo necesario en la maleta? ¿Dónde estaría tu identificación? ¿Y las tarjetas de crédito? ¿Necesitarías efectivo?
Trataste de tranquilizarte. Solo serían unos días. En el trabajo habían entendido tu explicación y ni siquiera habías necesitado realizar trámites para una licencia. Alguien se haría cargo de cualquier cosa mientras estabas fuera, en la otra punta del país, atendiendo ese problema familiar.
Las palabras de tu madre durante esa llamada telefónica ni siquiera habían sido tan contundentes. Por favor, ven, me gustaría que te despidieras. ¿Para qué? Como si el abuelo hubiera sido alguna vez cariñoso contigo o, por lo menos, amable. Era un viejo amargado que había pasado sus últimos años quejándose de todo, lanzando regaños a la menor provocación y ahogando sus achaques con innumerables pastillas. Lo habías visto por última vez en la fiesta de Navidad, el año pasado y mientras observabas cómo se metía los trozos de pavo, secos y pálidos, en la boca, sabías que no volvería a probar una cena igual. ¿Te alegraste? Por supuesto que no. Pero sí te permitiste sentir alivio. Después de todo, tus padres podrían liberarse de esa carga y pasar sus respectivos últimos años con una preocupación menos.
El taxi se encontró con un embotellamiento antes de que pudieras alcanzar la terminal aérea.
—¿Ahora qué pasa? —dijiste y asomaste el rostro entre los asientos delanteros.
—Manifestantes, parece —dijo el conductor.
Casi se había de noche. ¿Esa gente no tiene casa, no se cansa de joder? Te hundiste en el asiento y desbloqueaste el teléfono para buscar las noticias. Claro, ahí estaba. Las fotografías mostraban a un pequeño grupo de gente, tan poca que te hacía pensar cómo podían causar tal desastre, sosteniendo pancartas con letras tan delgadas que, incluso ampliando las imágenes, eran difíciles de distinguir.
El conductor dijo que tomaría otra calle, luego otra, luego otra. Y los números en el reloj de la pantalla del teléfono seguían cambiando, creciendo, acercándose a la hora prevista para el abordaje. Pudiste haber caminado pero, ¿por qué tenías que ser tú quien sufriera las consecuencias? Tu viaje era urgente. ¿Acaso nadie podía pensar en eso?
Cuando la voz del taxista anunció la llegada al aeropuerto, pediste que te dejara en la primera puerta. Bajaste del vehículo con rapidez, pero el conductor se tomó un poco más de tiempo para abrir la cajuela y entregarte la maleta. Caminaste hacia el encristalado de la entrada. Los pasajeros que llegaban, retrasados debido al bloqueo de calles, lanzaban sus pasos rápidos mientras arrastraban el equipaje cuyas ruedas traqueteaban en el piso antes de alcanzar los azulejos del pasillo donde se deslizaron hacia el filtro de seguridad. Seguiste el rastro de viajeros: una fila de hormigas que buscan alimento. Lo que encontraste fue otra fila de personas alargada como un eco visual. Te formaste. ¿Y si perdías el vuelo? No habías comprado ninguna de las protecciones para asegurarte de poder viajar en caso de una contingencia. Las aerolíneas ahora cobran por todo y preferiste ahorrar esos pesos que parecieron menos importantes mientras la fila apenas se movía.
—Señor —dijo la voz proveniente de un cuerpo uniformado; volteaste hacia ella—, señor, ha sido elegido para una revisión aleatoria.
—¿Perdón? —dijiste, acercando la maleta a tu cuerpo.
—Una revisión aleatoria de rutina —repitió.
Los cuerpos serpentearon por el pasillo que conducía a los sensores y escáneres. Cuando lograste pasar, debiste esperar aún más mientras un trabajador se colocaba guantes, abría tu maleta, revisaba entre los pliegues de la ropa, en el estuche con tus enseres de baño…
—Todo en orden —dijo.
—Gracias —dijiste y cerraste la maleta con rapidez para correr hacia la sala de última espera. Estabas a tiempo. Quizá serías el último en abordar.
Cuando llegaste a las pantallas para buscar el número de tu vuelo, la palabra DEMORADO aparecía al final del renglón. Suspiraste y pasaste una mano por tu cabello para acomodar los mechones alborotados por la carrera.
Mientras estudiabas la primaria, el abuelo era quien iba por ti a la escuela. Tus padres trabajaban y volvían muy tarde a casa. Te acostumbraste. En aquellos años comprendiste una de las frases repetidas a menudo por el abuelo: uno se acostumbra a todo. Y su presencia frente al portón de la escuela se volvió parte de la rutina. El viejo hablaba muy poco mientras caminabas a su lado rumbo a casa y, cuando lo hacía, parecía más bien que era consigo mismo. Aprendiste a no escuchar su voz. Entendiste que jamás te ayudaría con la mochila colgando de tus hombros. Supiste que aquel hombre tosco, cuyos pasos se volvían más lentos cada año, no tenía nada que ofrecerte. Nunca entendiste por qué fue tan distante contigo.
Mamá era muy distinta. Cuando volvía a casa, corría a abrazarte, preguntaba cómo había ido todo en la escuela, si habías hecho la tarea. Papá era menos expresivo, pero tenía una forma de acercarse al abuelo que tú nunca lograste desarrollar. Lo acompañaba en la sala para ver la tele y en ocasiones, el eco de sus risas se extendía por toda la casa.
El vuelo se había retrasado tanto y empezaste a temer un anuncio de cancelación. Para hacer menos pesada la espera, te acercaste a uno de los negocios de la terminal y pediste algo para tomar. Podría habe sido café, pero deseabas dormir durante el vuelo en caso de que se diera el despegue, así que pediste cerveza. Estabas sentado en una de las escasas mesas disponibles y no habías tomado la mitad de la botella cuando los altavoces anunciaron: Pasajeros del vuelo AX-113 favor de presentarse a la puerta 12, el abordaje está a punto de terminar, esta es la última llamada.
¿En qué momento se había dado la primera llamada? Diste un trago a la botella y la dejaste sobre la mesa. Tomaste el asa de la maleta y buscaste con la mirada algún pasillo. Corriste al más cercano. Un letrero mostraba la flecha y el número de la puerta 12. Fuiste en esa dirección. Conforme los números crecían la distancia entre ellos parecía más amplia. Ahí estaba la tuya. Los últimos pasajeros abordaban. Mostraste la pantalla de tu teléfono pero, en lugar de escanearlo, el trabajador te pidió una identificación. Entre tus dientes revoloteó una maldición sin atreverse a salir. Extendiste el rectángulo laminado con tu fotografía, luego la pantalla de nuevo. El escáner reconoció el código. Bip. Diste un paso hacia adelante pero una mujer de la aerolínea bloqueó tu camino.
—Señor, tenemos vuelo completo, debe documentar su maleta —la mujer sonreía mientras entrelazaba los dedos a la altura de su cintura.
—Pero es equipaje de mano —explicaste.
—Tenemos vuelo completo, ya no queda espacio. Debe documentarlo.
—Es solo una maleta pequeña —insististe, enfatizando cada palabra.
—Sí señor, debe documentarlo, por favor, pase con mi compañero, él le cobrará —la trabajadora extendió su brazo hacia el mostrador por el que recién pasaste.
—¿Cobrar?
—Sí, señor.
Estabas cansado. Extendiste la tarjeta de crédito y cuando todo estuvo listo, viste cómo tu maleta se alejaba con una cinta blanca adherida a la manija.
Tu asiento estaba entre las últimas filas. Caminaste entre el ambiente cerrado, esquivando los codos asomados por el pasillo, esperaste a los últimos pasajeros que acomodaban valijas, idénticas a la tuya, en compartimentos disponibles. Ya no te importaba. Estaba hecho. Llegaste a tu lugar: asiento B, fila 29. Viste a tus compañeros de viaje y lo supiste: sin importar cuanto lo intentaras, no ibas a poder dormir.
Viajaste durante las siguientes horas con los brazos apretados al cuerpo mientras los hombres a cada lado se apoyaban, cómodos, en los reposabrazos. Las luces de cabina se apagaron. Encendiste la pantalla de tu teléfono para consultar la hora. Al verla, recordaste que para aquel momento, de estar en casa, con las sábanas apretadas a tu cuerpo, estarías navegando por el tercer o cuarto sueño. Mientras aquella idea te asediaba en lugar de reconfortarte, la pantalla se apagó. El teléfono ya no tenía batería.
Si el abuelo había sido poco conversador contigo durante la infancia, lo fue menos en la adolescencia. Pero conocías su voz lo suficiente para saber cuándo estaba enojado o triste, cuándo era burlón o amable, aunque no lo fuera contigo. Y sabías que, durante los últimos años, se había convertido en algo menos que un niño para quien la única forma de comunicación era el berrinche.
Durante aquella última cena de Navidad tu madre no dejaba de verlo, de estudiar la forma en que comía, cómo alcanzaba el vaso con sidra o se limpiaba con insistencia la comisura de los labios con una servilleta de tela. Estaba atenta a cada uno de sus movimientos y parecía no lograr disfrutar del festejo. Entonces, tu abuelo dijo algo.
—Mati —dijo, primero en voz baja—, Mati —dijo después, en voz más alta, molesta, casi un grito.
—Sí, papá —dijo tu madre.
—¿Y la ensalada de frutas? Tráeme ensalada de frutas —dijo el abuelo.
—Sí, papá —dijo tu madre y volteó hacia ti, sonriendo, mientras el abuelo masticaba una queja que se deslizaba sobre la mesa como un adorno arrancado al árbol y arrastrado al descuido. Sí, tu madre sonreía, como si hubiera estado esperando aquella orden y deseado escuchar aquellos regaños y todo eso significara más que cualquier felicitación.
Guardas el pedazo de papel con el número que te ha dado la trabajadora de la aerolínea. Te alejas del mostrador y buscas la puerta de salida. Conoces ese aeropuerto. Has pasado tantas veces por ahí. Viras a la derecha y ves, detrás de los cristales, el rostro de tu madre. Dejas que las puertas corredizas se activen para dejarte pasar. Avanzas hacia ella. El cabello entrecano le cae a ambos lados de la cara. Es muy tarde. No debería estar ahí pero lo está. Llegas hasta ella y se deja caer sobre ti con un abrazo. Hunde su rostro en tu hombro. Alzas la mirada hacia tu padre que la acompaña y tiene las manos en los bolsillos del pantalón, la cabeza hundida entre los hombros y te mira sin decir palabra. Tu madre solloza. El abuelo se ha ido.
Ni siquiera deseabas estar ahí. Podrías haber inventado mil excusas. Pero no has ido por el abuelo. No has ido para despedirte. No has ido porque lo deseabas. Estás ahí por ella. En el sitio justo donde tu abrazo es necesario. ✍🏼
SERENDIPIAS
Este blog está agonizando pero no se muere.
Entre otras cosas, es temporada de alergias. Tengo la sospecha –no confirmada por ningún diagnóstico– de que soy alérgico a dos tipos distintos de polen. Creo que uno es el de los fresnos, que polinizan en esta época del año y de los que hay bastantes por la zona de la ciudad en la que vivo. Los otros, si tengo que creer lo que dice el monitoreo de polen en la Ciudad de México, serían los pastos.
Es bastante molesto. El escurrimiento nasal, los estornudos, la comezón, el lagrimeo. A eso hay que añadir una buena dosis de dos que me está impidiendo dormir bien por las noches.
Además de molesto, afecta bastante mi estado general de ánimo.
Una de las cosas en que pensaba hace unos días mientras intentaba respirar al hacer mis tareas cotidianas era lo irónico que resultaba sentirse constantemente enfermo en la época del año que siempre me ha gustado más: el invierno.
Aunque viví durante muchísimos años en ciudades calurosas, nunca soporté el clima. Los meses de marzo a junio eran los peores con sus temperaturas rondando los 35°C.
Durante un tiempo viví en Veracruz y si bien siempre hacía calor –excepto en la temporada de nortes–, aquello era más soportable con la brisa del mar. Pero en una ciudad hundida en un valle como lo es Tuxtla Gutiérrez, el único viento que sopla parece salir de la boca del mismísimo Lucifer.
Después de ocho años viviendo en la Ciudad de México, soporto aún menos el calor de aquella otra ciudad donde crecí. De hecho, con cada año que pasa, siento que el antes conocido DF es cada vez más caluroso. Puede ser solo mi sesgo cognitivo pero también puede ser el calentamiento global.
Como sea, cada año, en torno al mes de octubre, empieza a surgir mi alergia en esta, la desafiante ciudad más grande del mundo (Maldita Vecindad dixit). Sin embargo, este 2024, los primeros síntomas no se presentaron sino hasta noviembre y han llegado en los últimos días (dos semanas, en realidad) a su máxima expresión.
¿Antihistamínicos? Los he tomado, pero la verdad es que poco favor me hacen. Entonces estamos en eso, cargando rollos de papel higiénico o toallitas para hacer frente a los mocos constantes y resistiéndome a las ganas de tallarme la cara con piedra pomez para aliviar la comezón.
¡Achú!
ONOMATOPEYAS
La semana pasada se estrenó la nueva temporada de Silo, la serie de ciencia ficción distópica que se emite por Apple TV+ y que está basada en la serie de libros de Hugh Howey que llevaban por título Espejismo y que se reunieron en un solo volumen como Crónicas del Silo.
Si no he hablado de la serie antes (que tal vez sí), esta narra la historia de Juliette Nichols, una mecánica que trabaja en la zona más profunda del Silo en el que habita junto a otras 10 mil personas que llevan décadas refugidas en la construcción subterránea donde se resguardaron del aire tóxico que flota sobre la tierra y que mataría a cualquier persona que se aventurara al exterior.
Un “accidente” enlaza a Juliette con el sheriff y el alcalde del Silo. Durante la primera temporada, Juliette pasa de ser un personaje secundario a convertirse en la protagonista de la historia mientras intenta descifrar el “accidente” que involucra a quien fuera su interés romántico.
Con mucho de suspenso y su ambiente post-apocalíptico, Silo, me parece, es una de las grandes series de ciencia ficción que están disponibles en streaming actualmente. La segunda temporada lleva ya liberados sus dos primeros episodios y han arrancado redoblando la apuesta por la tensión y el suspense.
Asi que si tienen oportunidad, échenle un ojo. Espero disfruten tanto como lo yo he estado haciendo.
Gracias por pasar por este espacio que estornuda y se acurruca tratando de tomar fuerzas para seguir adelante.
El cuento que abre esta publicación, Vuelo Nocturno, es una especie de pre a la temporada navideña. Es un texto en el que trabajé hace un par de meses y que me pareció que valía la pena compartir.
¿Has tenido contratiempos en el aeropuerto? Como todos, ¿verdad?
Nos volvemos a leer en diciembre, ya de lleno en temporada navideña. Si organizas una posada, no olvides invitar.
¿Has visto Silo? ¿Te gusta la temporada de fin de año? Déjame un comentario para seguir la conversación. ¡Hasta la próxima!
Comencé a ver Silo !!! Pero no me ha enganchado totalmente !!!
Me gustan sus historias, lamento su alergia :/ la he vivido ! Siga escribiendo !!!!