Un murmullo creciente – Cuento
Estás en un lugar que no conoces, lejos de todo lo que te es familiar, cuando algo empieza a crecer, a incomodarte y te hace pensar en que no estás tan solo como pensabas.
En el espejo, la mancha luce diminuta, como si tratara de ocultarse en la comisura de mi ojo. Pero yo la veo. La siento. La incomodidad fue la que me levantó de la cama y me llevó al bañó, la presión de lo que parecía un grano de arena me orilló a buscar en el reflejo, tratar de ver, aunque tenía que girar el globo ocular en otra dirección y captar con la visión periférica eso, la marca apenas perceptible.
Debe ser algo en el ambiente de este hotel viejo.
Cuando hice la reservación, las fotografías en el sitio web mostraban la casona montada sobre lo más alto de una colina. Desde una de sus mejores habitaciones, se podía dominar con la mirada que pasaba por encima del bosque rodeando el hotel, la extensión del valle hasta las montañas.
La idea era venir acompañado. Los planes se frustraron hace apenas una semana. O los frustré yo.
El teléfono de Lore estaba sobre la mesa mientras ella buscaba algo para comer en la cocina. La carcasa golpeó el cristal con la vibración de alerta de un mensaje. Y yo lo abrí. Nunca, durante los casi cuatro años de relación, había tomado entre mis manos el teléfono de mi novia. Pero esa tarde lo hice y no he dejado de preguntarme por qué. Quizá por las discusiones recientes o por los pretextos que daba para no quedarse en casa o por los compromisos que tenía con cada vez más frecuencia. Pero debió ser, sobre todo, por la atención que daba al aparato incluso cuando se suponía que debíamos pasar tiempo juntos.
Ni siquiera tuve que retroceder demasiado en la conversación. Con solo ver un par de días de los intercambios cariñosos acompañados de fotografías y audios entre ella y su destinatario fue suficiente para que aquello se fundiera en el centro de mi cerebro donde ahora habitaba como un inquilino odioso.
Lore volvía de la cocina con un plato de frituras cuando me vio en medio del sofá, inclinado y apoyado sobre mis rodillas, con el teléfono en la mano. Volteé hacia ella y le extendí el aparato. Puedo explicarlo, dijo cuando lo tomó. De su boca empezaron a salir palabras que vertía, sin detenerse, en mis oídos; una vomitada de excusas que confirmaron cada cosa que ya podía imaginar con los pocos mensajes leídos.
El espejo del hotel es grande, ovalado, enmarcado en madera ribeteada que alguien ha pintado de dorado con un aerosol. Lo sé por las marcas diminutas esparcidas alrededor del azogue. Trato de ver en el reflejo la mancha. Abro la lleve del grifo y dejo correr el agua fría. Acerco la cara. Hago un cuenco con la mano y lavo, lavo, lavo. Podría ser un insecto, una pelusa de la almohada, una basura cualquiera. Pero es ninguna porque la cosa se mueve junto a mí ojo como si acariciara la esclerótica. Un diminuto pataleo con el que intenta ir más adentro para huir de la mirada que la busca.
Mis dedos mojados tocan el párpado. Las yemas temblorosas se acercan y su fría presión intenta remover el objeto. Primero con una suavidad paciente pero, conforme queda claro que no puedo sacarlo, el movimiento se vuelve más rápido, se convierte en un manchón borroso que frota la piel de alrededor hasta que se pone caliente. La cosa deja de moverse.
Mis amigos me convencieron de que lo mejor era hacer el viaje. Después de todo, ya lo había pagado. Pero este era mi regalo de aniversario para ella y tendría que hacerlo solo. Organizar la maleta, tomar el auto, conducir por la autopista, llegar al pueblo, seguir el camino de tierra entre los terrenos de siembra, subir por la colina. Solo. Mientras hacía cada una de esas cosas, de fondo ocurría una y otra vez la escena con el teléfono de Lore. Como un eco que manchaba las paredes dentro de mi cabeza con cada repetición.
Al bajar del auto, el ambiente fresco me rodeó de inmediato. Un camino de piedras blancas bordeado por piedras de río me condujo hasta la entrada del hotel. Al atravesar la puerta de la recepción, donde los gruesos muros de la casona contenían el poco calor existente, una larga alfombra parda y apelmazada por la multitud de pies que la han atravesado me condujo hasta la recepción, media pared de madera barnizada hasta brillar detrás de la cual un viejo hombre esperaba.
Buenos días, dije y logré que el hombre que miraba más allá de mí, como si pudiera ver la puerta a mis espaldas, me respondiera. Buenos días, dijo. Le di mi nombre y la clave de reservación, buscó en un enorme cuaderno de hojas amarillentas. No tienen computadora, le dije. Retiró la vista de las líneas garabateadas con cursivas que no podía distinguir. Computadora, le insistí, para revisar las reservaciones. El viejo agachó el rostro para seguir buscando sobre la hoja, no, no usamos nada de eso aquí. Entonces, mientras se me escapaba una carcajada, le pregunté cómo organizaban las reservaciones. Alguien viene cada semana para actualizar el registro, dijo, y no le pregunté más. Esperé las llaves y las instrucciones para llegar a la habitación.
Esa noche, bajé al pequeño restaurante del hotel. Se encontraba en un salón que, me explicaron, ocupaba el espacio en el que una vez estuvieron la sala y comedor de la casona. En el espacio, al fondo del cual se encontraba un ventanal de lado a lado que permitía echar un vistazo al valle oscurecido, había dos filas de cuatro mesas formadas con precisión, custodiadas por las sillas de madera colorada que contrastaba con los manteles blancos, interrumpidos por un camino de mesa bordado en el que se acomodaban un servilletero, un salero y un cuenco con los cubiertos. Tomé una de las mesas más cercanas al ventanal.
En la esquina del salón comedor, una puerta abatible de madera que se abrió a medias cuando un hombre, el mesero, intentó atravesarla. El ruido que provocó me distrajo de mi apreciación de la noche sobre el valle y descubrí al sujeto con la mitad del cuerpo todavía más allá del umbral y con la mano sosteniendo el borde de la puerta. Algo lo detuvo. El murmullo de una voz se escapó desde la cocina pero llegaba tan amortiguado que era imposible comprenderlo. El mesero parecía escucharlo a su lado. No volteaba hacia el origen de la voz sino que me veía. No sé cuánto me tomó percatarme de que nuestras miradas habían quedado atrapadas en la otra. Él atendía lo que debían ser instrucciones pero su rostro estaba concentrado en el mío. Sus ojos parecían más oscuros que el valle al pie de la colina. Y estaba tan inmóvil que era difícil incluso decir si respiraba.
El murmullo cesó y el atravesó el umbral. Caminó directo hacia mi mesa. Buenas noches, dijo y extendió la carpeta que contenía el menú hacia mí. Solo entonces pude despegar mi mirada de su rostro. Esa noche cené el estofado de conejo con verduras, que aparecía como receta de la casa. Un par de copas de vino, que según la escueta descripción se producía en la región. En lugar de cobrarme la comida en ese momento, me dijeron que se cargaría al número de habitación para liquidar al final de mi estancia.
Aunque me he lavado con insistencia, la mancha sigue ahí, puedo verla en el espejo. Sin embargo, ahora en lugar de un oscurecimiento difuso es más parecido a una hebra parda que se ha escapado de la madeja para introducirse en mi ojo. El hilo se interrumpe bajo mi párpado hacia donde la presión interna ha empezado a subir. Parece una burbuja que está a punto de escapar a través de mi ojera. Estiro la piel para liberarla pero en lugar de romperse y salir, la burbuja se revuelve, como si girará, como si se acomodara bajo mi piel.
A la mañana siguiente a mi llegada decidí quedarme en la habitación hasta tarde. No había televisión y, por lo que se me había dicho, tampoco internet inalámbrico ni señal de telefonía. Nada de eso se decía en la página de reservaciones pero, al encontrarme en la situación, decidí que mis amigos tenían razón, que la gente que había escuchado lo ocurrido tenía razón, que mi madre, ¡por dios! Tenía razón. Debía desconectarme, alejarme de todo lo familiar, tomar un tiempo para mí. Recuperarme.
Aunque no era habitual, a lo largo de la mañana no sentí hambre. Cuando noté por las sombras que podía percibir desde la ventana del cuarto que estaba cerca del medio día, decidí bañarme y salir a caminar por la propiedad. No había mucho más que hacer a menos que tomara el auto y condujera al atractivo turístico más cercano, pero eso habría implicado perder casi la mitad de la tarde solo en el trayecto de ida y vuelta. Decidí, en su lugar, explorar los jardines de la casona.
En la parte de atrás, el terreno se extendía plano hasta colindar con el bosque donde una pendiente se elevaba. En aquel espacio había un cuidado jardín con senderos de piedra blanca, como los de la entrada, que me condujeron hacia rosales que crecían con enormes flores rojas a las que se acercaban algunas abejas. También había árboles frutales y setos podados con formas de flores. Una parte del camino estaba bordeado por girasoles que alzaban la cara hacia el cielo.
En un recoveco vi al hombre de la recepción. A pesar de que estaba de espaldas, reconocí su cuerpo encorvado y la calva reluciendo bajo el cabello gris y ralo. Junto a él, también de espaldas, una mujer que en una mano llevaba tijeras de jardinería. Caminé hacia ellos con calma, sin apremio por saludarlos y distrayéndome con el amarillo que se asomaba entre las hojas de unos duraznos. Conforme caminaba hacia ellos, volví a escuchar el mismo murmullo de la noche en el salón comedor. Parecían palabras. Si lo eran, estaban siendo dichas en un idioma que yo desconocía. Cuando puse un poco de atención, vi que las dos figuras, lado a lado, veían hacia el bosque. No hablaban entre ellas. Solo una voz surgía, susurrante, mientras la otra callaba, a la espera.
Una de las piedras blancas crujió bajo mis pasos y el murmullo se interrumpió. El viejo de la recepción y la jardinera giraron sus cuerpos con movimientos rítmicos, los brazos rígidos a sus lados. Buenos días, dije, y los dos respondieron al mismo tiempo, buenos días. Seguí el camino de piedras ante su mirada y sus rostros inexpresivos.
Consumí las últimas horas de la tarde bebiendo café en el salón comedor y leyendo un libro de la biblioteca del hotel hasta que llegó la hora de la cena. Me sirvieron el conejo, aunque no lo había pedido. Y el vino, aunque no me apetecía. Al final, una nueva taza de café. Creo que no tomaré lo último, expliqué al mesero. Es especial, de la casa, cortesía, dijo para después retirarse. Consideré que con el vino que había tomado, una taza añadida a las de la tarde no era demasiado. El café era espeso, lo habían endulzado con azúcar morena y canela, y el último trago resultó denso como crema.
Entonces volví a la habitación y dormí hasta que sentí la molestia.
Veo la hebra moverse dentro del ojo. Lo que sea que haya entrado, no cabe duda, está vivo. Debo buscar ayuda. Ir a un doctor. Pero no sé cómo salir de este lugar desconectado de todo. La recepción, el viejo debe tener una forma de comunicarse con la persona que viene cada semana. O alguno de los trabajadores puede conducir mi auto para llevarme a un hospital.
Una punzada detiene el movimiento que hago para salir del baño. Me doblo, ambas manos sobre el lado derecho de mi cara. Al incorporarme, todo luce más oscuro de un lado, como si la luz se atenuara. Pero no es eso. Se trata de un velo que se expande con lentitud y empieza a abarcar mi campo de visión. Los colores se apagan succionados por la densidad de la niebla que avanza como tinta volcada sobre una mesa.
Los músculos en mi cara se contraen en espasmos mientras la piel que irritaron mis manos arde como si estuviera pegada a un trozo de hielo. A la opacidad que toman los colores se suma una nueva presión subiendo hacia mi frente. Volteo a buscarme en el reflejo a mi lado donde un rostro me mira como si diera un vistazo hacia un desconocido desagradable. La ceja hinchada se alza interrogante, la piel de la mejilla crece fláccida para extenderse hacia mi cuello, la nariz se deforma obstruida por el objeto que crece.
En mi garganta, el aire se vuelve una tela fina que lucha por abrirse paso. Sostengo con las manos la mitad de la cara que mi piel parece incapaz de sostener. En lugar de dolor, dentro de la cabeza solo existen los hilos que se oscurecen, extienden, trenzan hacia mi cerebro, mi boca, mis oídos. La cortina que eclipsa mi visión se tiende por completo y la habitación a la que salgo parece una fotografía en blanco y negro donde las orillas de las cosas relucen como hilos de plata.
Me tomo el cuello, rasguño cuando los hilos tentaculares se extienden hacia mi pecho. La cosa está en mi cabeza y ve a través de mí con sus diminutos, sus incontables ojos que se abren, lo sé, lo siento, en un despertar paulatino mientras en mi vientre los hilos cada vez más gruesos se erizan bajo mi vientre y alrededor de mi columna.
Mis rodillas golpean el suelo. Los tentáculos que crecen dentro de mí ondulan licuando la carne y los huesos. Mi cuerpo pierde su fuerza y se desploma. Mis ojos se cierran y en la oscuridad llega el susurro, idéntico al que escuché en el jardín, en el salón comedor, la instrucción paralizante. Es el último sonido que capto. La voz de la criatura. ✍🏽
SERENDIPIAS
Mantener el ritmo ha sido difícil. No lo digo solo por este blog, sino también por todo lo demás. Se nos dice que la constancia, esa cualidad tan esquiva, es necesaria, benéfica, importante, etcétera. Pero cuando todos esos adjetivos se reúnen alrededor de la palabra, lo que hacen es ocultar lo que no se nos dice de ella: obligatoria.
Coincido en todo lo bueno que se dice sobre ser constante, pero la presión por serlo puede llegar a ser agobiante.
La semana pasada esta carta no se emitió. No hubo tiempo. Tampoco mucha energía para lograrlo, si debo ser sincero, y tuve que sacudirme cierta pesadumbre por no haber logrado lo que quería cuando inicié este espacio: ser constante.
Supongo que en ocasiones es necesario, también, permitirse cierta flexibilidad. Necesario, no obligatorio. Aunque tal vez también debería.
ONOMATOPEYAS
El cuento que comparto con ustedes en esta ocasión fue elaborado para participar en una convocatoria de relato de terror. ¿Les pareció que se ajustó al género? Decidí no leerlo una vez más –como suelo acostumbrar antes de publicar en Substack– y dejarlo tal como fue enviado en su momento así que, cualquier error que hayan notado, así lo leyó alguien más.
Por supuesto que, si está aquí, eso significa que no le fue muy bien en la convocatoria. Ya pasé mi momento de duelo al respecto así que por eso puedo compartir Un murmullo creciente con ustedes en estos días de sustos, espantos y muchísimo pan de muerto.
Una cosa con la que he batallado con respecto a este género –y creo haber comentado ya antes– es la cuestión de las atmósferas. En ocasiones, leemos relatos en los que la atmósfera es ese otro elemento que asedia al personaje que se encuentra en la situación. Eso me parece que ayuda a que la propia historia se desarrolle en el tono deseado. Con lo que no logro estar de acuerdo es con la forma en que en ocasiones se recarga esa atmósfera llenándola de adjetivos que, en mi opinión, desvían la atención de la acción que se está desarrollando.
Así que, como no me salen tan bien las atmósferas y además tampoco me gustan tan recargadas, termino obviándolas o, como en Un murmullo creciente, cambiándolas por otro tipo de escenario.
Ahora bien, en cuanto a tropos, la idea de este relato es una muy básica: llegar a un lugar lejano, desconocido y donde empieza a ocurrir algo raro. En muchas historias, una familia, una persona, un padre o madre en duelo, etc., dejan el hogar, el territorio conocido y terminan en un escenario –ya sea porque lo buscaron, porque la fortuna los colocó en ese camino o porque están obligados a estar ahí– donde algo empieza a salir mal. Pero para que eso que sale mal se sienta peor, los personajes tienen un antecedente.
Piensa en alguna película o novela sobre una casa embrujada en medio del bosque o una mansión en los suburbios y, en muchos de los casos, el protagonista llegó ahí huyendo de algo. Casi siempre se trata de algún tipo de duelo y la peripecia enfrenta al protagonista con aspectos no superados del mismo.
El personaje de Un murmullo creciente, en ese sentido, repite el cliché. Ha elegido un lugar y termina llegando al mismo en una especie de huída.
Mientras construía el relato, me interesaba un poco exponer cierta incomodidad, una especie de sentido de invasión en el cuerpo del protagonista. Como esas emociones que no desean aceptarse y que, a fuerza de resistirse a las mismas, se convierten en más intensas. Así que, como nos pasa a muchos, pensé en una molestia pequeña que se va incrementando. En este caso, fue algo en el ojo. No lo puedes ver, no logras alcanzarlo, pero sabes que está ahí y entre más piensas en ello, peor se vuelve.
Entonces, un poco así es como surgió este pequeño relato que decidí compartir con ustedes en estas fechas de sustos. ¿Has tenido una molestia como la del personaje? ¿Una sensación de la que no te puedes deshacer y en la que no logras dejar de pensar? Cuéntame en los comentarios cuál ha sido tu experiencia.
Gracias por llegar a estas Serendipias y Onomatopeyas. Espero que celebres este Día de Muertos y temporada de sustos a lo grande, pero sobre todo, que te diviertas. ¡No dejes de comer pan de muerto!
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¡Nos leemos la próxima semana!