Sueños, libros y mi primer intento de novela
Los sueños pueden detonar historias, pero no son la herramienta para resolveras — Un relato breve
La primera vez que intenté escribir una novela (o quizá fue la segunda, pero al menos fue la primera vez que terminé un manuscrito con esa pretensión) la imprimí y engargolé para regalársela a mis amigos de la universidad. Una de las cosas que terminó abundando en aquel intento fueron los sueños. Con una ingenuidad que ahora me parece chocante, los personajes no solo soñaban sino que recordaban los episodios de forma vívida. O al menos, algo así recuerdo.
Creo que tengo todavía uno de esos ejemplares y seguramente lo hojeé y repasé algunas de sus líneas y debí sonreír pensando, con cierta ternura, en el muchacho aquel que decidió escribir una historia para regalarla a sus amigos. Supongo que, a su manera, fue un gesto hermoso. Como todos los gestos inútiles.
¿Que de qué se trataba? Pues era, como no podía ser de otro modo, la historia de un montón de personas que se parecían de una manera u otra —y si lo pienso bien, bastante— a ese pequeño grupo del que estaba rodeado. En el centro, se relataban los hechos ocurridos a uno de ellos en particular y que en su momento, tal como creo ahora, con total certeza, merecía contarse.
Es posible que en algún momento regrese a esa historia y es posible que, con mejores herramientas, incluso me atreva a volver a contarla. Mejor, tal vez. Pero por el momento, descansa en el sueño de los justos muy probablemente olvidada en un rincón, en una caja, desapercibida durante todos estos años —más de veinte— si es que alguno de los que la recibieron aún la conserva.
Hay un pasaje de esos sueños escritos en el “libro” que recuerdo vagamente y en el que uno de los personajes ve, esto es lo único de lo que tengo más o menos seguridad, escorpiones.
¿Por qué escorpiones? ¿Por qué no arañas o grillos o, mejor todavía, hormigas? ¿Por qué los personajes tenían esos sueños laberínticos que no cumplían ningún propósito en particular? ¿Por qué me parecía una buena idea?
Sobre el carácter creativo de los sueños
Cuando se trata de narrativa, los sueños son un mal truco. Es hacer trampa, decía Tom Spanbauer a los alumnos de su taller literario. Una de esas salidas pobres y engañosas que decepcionan al lector.
Supón que tienes a un personaje atrapado en un problema irresoluble, enfrentándose a una fuerza que lo supera pero a la que, aún así, intenta hacer frente. Y de pronto, todo es un sueño. ¿No te darían ganas de tirar el libro por la ventana, a una hoguera, a la trituradora de basura?
Los sueños pueden ser un ingrediente pero no una solución para resolver un conflicto.
Freddy Kruegger se mete en los sueños para asesinar a los adolescentes que persigue. José recibió el mensaje de un ángel en un sueño para saber quién era el padre del bebé que María esperaba. Dorotea sueña que es madre y luego que no lo es, en Pedro Páramo. Ejemplos como estos, sobran.
En cada caso, el sueño detona una acción.
Como recursos, pueden reflejar el tormento interno de un personaje, sus temores y preocupaciones, llamar atención sobre pistas que desestimó en la víspera. Pero en cualquier caso, debemos estar seguros de al menos dos cosas: que se trata de un sueño y que no todo va a ocurrir ahí.
Y por otra parte, se me ocurre, la realidad que enfrente el personaje tiene que ser aún más descabellada que el sueño que lo acosa. Si no, de qué sirve la historia.
Sueños detonantes
«El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.»
De “Casa Tomada”, Julio Cortázar
Cortázar relató en alguna parte que la idea de Casa tomada le vino de una pesadilla que tuvo una noche. Y eso dio lugar a uno de los cuentos más memorables del autor argentino.
Stephen King tuvo un sueño durante un vuelo y tomó unas notas en una servilleta de la aerolínea. En aquel cabeceo, vio a una mujer que le hablaba y trató de recordar tantos detalles como le fue posible. El resultado: Misery, una de sus novelas más vendidas. Mary Shelley soñó a su Frankenstein. James Cameron, a su Terminator.
Así que se trata de combustible, ¿cierto? Pero, ¿cómo aprovecharlo?
Stephen King en On Writing al recordar el génesis de Misery dice que el escritor debe acostumbrarse a soñar, hacerlo de forma sistemática, de tal modo que los sueños que se tienen despierto (o dormido, para el caso) se conviertan en ejercicios mentales que den forma a las historias.
Un poco parecido, Chuck Palahniuk —ya sé, no puede faltar en esta carta— dice algo como que ese soñar despierto —el tiempo en el transporte, en el trabajo, en la rutina, pues— es una especie de taller de experimentación para ir construyendo el material con el que, una vez se llega a ese momento en que es posible escribir, se edifique aquello que se ha venido planeando.
Un sueño puede ser una inspiración. Pero su potencial radica en el tiempo dedicado a trabajar con esa idea para convertirla en historia.
Una noche volvía de reunirme con uno de mis mejores amigos. Habíamos platicado durante unas horas, tomado varias cervezas, reído y discutido de un montón de banalidades. Mientras viajaba en la cabina del Metrobús rumbo a casa, vi en el camellón que parte en dos a la avenida Insurgentes, en medio de los árboles, la silueta de una persona recortada por la luz que provocaba una fogata. La imagen tan fuera de lugar parecía ocurrir en medio de un sueño. Y durante semanas pensé en ese momento, en cómo una persona llegaría a ese sitio y armaría una fogata en una ciudad que no volteaba a verla. A partir de ese episodio, he soñado durante noches, mientras espero caer dormido, lo que ha ocurrido antes y después de esa pequeña flor de fuego en el camellón. Y espero tener lo suficiente para poder contar esa historia.
SERENDIPIAS - Relato Breve
—No te preocupes, todo está bien.
¿Todo está bien? ¿Cómo? No puedo ver nada, ni siquiera puedo saber si mis ojos están abiertos o cerrados. Muevo la mano frente a mi cara y, aunque siento que el aire se agita frente a mí, no distingo los dedos hasta que los acerco tanto a mi piel que puedo percibir el roce. ¿Todo está bien? Ni siquiera sé dónde estoy. Ni siquiera sé cómo llegué aquí.
—Va a pasar, pronto, tienes que relajarte.
¿Cómo quiere que me relaje? Abro la boca pero ningún sonido sale de mi garganta. Aunque tome aire y haga el intento de gritar, no escucho mi lamento. ¿Es así el vacío? ¿Es así la muerte?
—No, estás viva. Completamente viva. Del todo.
Sí, lo sé. ¿Lo sé? ¿De dónde viene esa voz? No es mía. Aunque no logre hacerme escuchar, sé que esa voz no me pertenece porque es la de un hombre y suena tranquilo, como un padre que le habla a una niña, a una hija, a un ser indefenso. Como yo, en este momento. Puedo intentar caminar. Puedo intentar tocar las paredes que me rodean pero no tiene caso porque no las veo. Sólo sé que hay una barrera a mi alrededor y que mis pasos, como los de un fantasma, no crujen bajo mis pies. Sé que estoy encerrada y nada más.
—No luches. Esto solo durará un momento.
Claro que quiero luchar. Grito, golpeo la pared que encuentro con las manos invisibles que se extienden hacia la oscuridad, pateo, me tomo del rostro que sé que está ahí porque siento mis dedos apretando mis mejillas, enredándose en mi cabello. Grito, grito, grito. Nadie me escucha. Ni yo misma.
—Calma, solo falta un momento. Todo está casi listo.
Esa voz, ¿me dejará salir? Él debe haberme metido aquí pero no recuerdo cómo lo hizo. Espera. Sí, tengo ropa: siento la textura de la tela sobre mi cuerpo, una blusa con botones al frente, un pantalón, la tela es gruesa y firme, como la mezclilla, ¿los pies? Sí, zapatos, de tacón bajo, abiertos, puedo sentir los dedos en el extremo, la piel. ¿Qué más?
—Listo, por favor, mantén la calma, estoy por terminar.
Mi voz, ¡escucho mi voz! Sollozo. Parece como si mis oídos hubieran estado tapados todo este tiempo. Creo que lloro también porque por fin puedo escuchar mi voz. Las paredes se definen, no son negras como creía. No hay ninguna fuente de luz pero los contornos surgen, los ángulos donde los muros se tocan, el techo sobre mi cabeza. El negro se enciende para tornarse en gris. Extiendo mis manos y la piel empieza a cobrar su tono. Los dedos, allá, a lo lejos, como si no fueran míos, tomando su forma. Creo que voy a salir de aquí.
«La mujer caminó por la avenida sin saber que ese día iba a conocer al amor de su vida» tecleó el escritor cuando logró imaginar, por fin, al personaje.
ONOMATOPEYAS
El relato de la sección anterior es un experimento elaborado para el taller “Cómo contar una historia” impartido por Aura García-Junco y facilitado por Talleres de Bolsillo. Como tal, es lo que antes he dicho que son mis “maquinados” así que se trata de eso, un simple ejercicio. El reto era elaborarlo en un tiempo determinado (diez minutos) a partir de una idea propuesta por la tallerista.
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