Mudanzas y miopía
La inquietud de siempre dejar algo olvidado — El conejo de la Luna existe — Música de suspenso
El estornudo me sacude la cabeza por tercera vez. Después del primero, una voz lejana alcanza la ventana pero el segundo no me dio tiempo para procesar el sonido. Solo en la última ocasión, el llamado es claro. ¡Salud! Dice la voz. ¡Gracias! Respondo dirigiendo el grito a la ventana, mientras una lágrima bordea mis ojos.
La época de alergias llegará más temprano para mí este año y las cajas de antihistamínicos que han estado esperando en el cajón de medicamentos abandonarán su lugar una por una. Como todas las cosas que están ahí.
No sé si mis estornudos escandalosos encontrarán quien les brinde un salud en el nuevo departamento. Tampoco sé cuándo se realizará la mudanza. Pero eso no alivia en absoluto la ansiedad.
Las mudanzas son una de esas cosas que a mí, como a muchas otras personas, les producen ansiedad. Es una de las muchas muchas cosas que me producen ansiedad. Como viajar.
Cada vez que salgo de viaje, meto a la maleta un conjunto de objetos que están dispuestos para enfrentar una serie de escenarios catastróficos que, no por imaginados, dejan de ser amenazantes. Es esa tensión, como si la mano de un desconocido estuviera por tocarte el hombro, la que hace más pesada la maleta hasta acercarse al límite de kilogramos permitido por la aerolínea. Y la carga arrastra todavía más cuando dejas la casa y tomas el taxi hacia la terminal porque las ideas, gramo tras gramo, no dejan de acumularse: ¿cerré la llave del gas? ¿Apagué las luces? ¿Desconecté todo? ¿Cerré la puerta con llave? ¿Traje mi identificación, el cargador, las pastillas para enfermedades que aún no tengo, el cambio de ropa extra en caso de tirarme la comida encima durante el desayuno, me atrape la lluvia en la calle, se rompa un pantalón…?
Para cuando llego a mi asiento en el avión, la maleta es insoportable. Solo cuando el ronroneo de los motores aumenta y la máquina toma velocidad en la pista, solo cuando los neumáticos se despegan y el estómago se junta con las tripas mientras la gravedad aumenta dentro de la cabina, solo cuando el horizonte se despliega para develar la ciudad como un panal luminoso en medio del valle abrazado por la noche, la sensación se aplaca. Cae arrancada por el viento que golpea las alas del avión.
Una mudanza es la lista de cosas para el viaje puesta en medio de dos espejos: la imagen se repite, se distorsiona, más pequeña en cada uno de los reflejos, pero no más liviana. Te obliga a preguntarte cómo vas a cargar con todo eso. Cómo, si no eres Marie Kondo para deshacerte de todo aquello que no te hace feliz sino un acumulador compulsivo —¿ya viste ese artículo en Amazon con precio reducido que no necesitas pero que no deseas perderte? Comprar—. Nadie te dice la cantidad de cajas que necesitas para mover una casa ni lo pesadas que van a ser. ¿Qué va a pasar cuando esta casa, vacía, se cierre y yo siga pensando lo que pude haber dejado atrás?
Pero quedarse es una opción insostenible. Y todos necesitamos una ventana por donde entre la luz del sol.
Uno hace ese tipo de cosas, mudarse, por ejemplo, y edificas una pared de sentido alrededor de las mismas: un sueño, una necesidad, un piso más firme. Y la carga que cada reflejo de la lista produce en el espejo infinito no se vuelve más liviana pero empieza a valer la pena. Y supongo que de eso se trata. De empezar a entender la historia que te tienes que contar para llegar al siguiente capítulo.
La primera vez que usé unos lentes tenía algo así como once años. Estaba aún en la primaria. En aquel entonces me daban dolores de cabeza casi todo el tiempo y, un día, llegaron unas personas al plantel para hacer exámenes visuales gratuitos. Ahí fue donde me enteré de que era miope.
Lo curioso de cuando tienes una condición de ese tipo es que, para ti, no había nada mal. ¿Cierto? Has visto las cosas de una forma durante tanto tiempo que no te imaginas que algo no marcha como debería. En mi caso, era una miopía incipiente pero lo suficientemente marcada que, cuando usé los lentes por primera vez de noche y miré al cielo, descubrí la silueta de un conejo en la superficie de la Luna. La misma de la que hablaban cuentos y refranes y personas pero que yo, en ese entonces, todavía niño, pensaba era una metáfora de algún tipo, un cuento en el que había que creer.
No. El conejo estaba ahí. Con sus orejas bien marcadas y mirando, de perfil, hacia la Tierra. ¡Estaba ahí! Y yo no lo había visto jamás. Hasta esa noche.
Aquellos lentes, ahora lo pienso, debieron haber sido muy caros para mi madre en ese entonces. Los usé toda la pubertad, adolescencia y la universidad. Estamos hablando de una década con los mismos lentes.
Por eso, cuando los cambié por primera vez y descubrí de nuevo el conejo en la Luna, me pregunté cómo había podido olvidar aquello y no darme cuenta, a tiempo, de que otra vez no podía ver bien.
Ahora mi mala visión ha aumentado. El último cambio de lentes fue hace poco más de tres años. Cuando leo —sobre todo en dispositivos— las letras se mueven, tengo que aumentar el tamaño de la fuente; si se trata de un libro físico, hacerlo de día y en un espacio iluminado… vamos, que ahora sí no hay modo de que esto me pase desapercibido. Está ahí: la visión borrosa, las líneas ondulantes, las luces destellantes por las noches, los rostros borrosos en la lejanía.
Esto de no ver bien me recuerda a ese episodio clásico de La Dimensión Desconocida que se tituló “Por fin un poco de tiempo”. En él, Henry es un hombre que adora leer pero al que siempre le interrumpen su momento de esparcimiento. Un día, para por fin dedicarse a su pasión, se encierra en la caja fuerte de un banco pero justo en ese momento ocurre un accidente nuclear que lo destruye todo. Henry está solo, nadie va a molestarlo, podrá dedicarse el resto de su vida a lo que tanto ama, la lectura. Pero cuando, rodeado por todos los libros que han quedado abandonados, está a punto de iniciar su travesía solitaria, tiene un pequeño accidente: sus lentes se rompen. Henry intenta ver las páginas pero no tiene caso. Sus ojos no logran ver una sola letra.
Una maleta insoportable y una visión borrosa
En la cabina del taxi, mientras pienso en todo lo que puede salir mal, Danira toma mi mano. Me pregunta en qué estoy pensando.
—Trato de acordarme si se me olvidó algo —digo mientras el taxi avanza al límite de la velocidad permitida para llegar con tiempo justo al aeropuerto.
—No creo. Y si se nos olvidó algo, lo compramos allá.
Volteo a verla. La solución es tan simple que parece absurdo no haberla pensado. Aprieto su mano. La calle es tranquila y el taxi se desliza sin contratiempos.
En otro momento, en el cubículo de la especialista, veo hacia las líneas que iluminan la pared blanca a dos metros de mi asiento. Sospecho que se trata de líneas y contengo la tentación de entrecerrar los ojos para tratar que la imagen se defina, aunque sea un poco, ante mi mirada.
—Sí, no se preocupe —dice la oftalmóloga—, le aconsejo que espere un par de meses para cambiar sus lentes, va a tener un ligero aumento de graduación pero es normal.
Lo de normal lo dice por la edad y después de pagar la consulta, mientras camino hacia el transporte público, supongo que no me he perdido demasiados detalles después de todo.
Los lentes pueden esperar un poco, entonces. Y la lista puede quedar en suspenso hasta que tengamos que meter todo en cajas para echarlas al contenedor de un camión de mudanzas. Y el conejo de la Luna no va a ir a ninguna parte.
SERENDIPIAS
Tengo una lista en Spotify que se llama Suspense y es, digamos, un conjunto de canciones para entrar en ambiente para escribir en un tono particular. No sé si funciona porque llega un momento en el que estoy concentrado con algún manuscrito y, honestamente, dejo de escuchar la música. Pero para arrancar, creo que sí.
La cosa es que uno de los temas que más me gusta escuchar de esa lista se llama In the House in a Heartbeat, que podrán escuchar en el enlace a continuación.
Si la canción les suena parecida al tema principal de 28 Days Later es porque se trata del mismo tema, pero reescrito y con un arreglo más en el tono de la banda sonora del videojuego Metro Exodus.
Este juego forma parte de un universo extendido que inició con la novela Metro 2033 de Dmitry Glukhovsky, publicada hace casi veinte años. La historia plantea un escenario post-apocalíptico: una guerra nuclear ha destruido el mundo y, en Moscú, los habitantes sobrevivientes se han refugiado en los túneles del metro donde de alguna forma se las han arreglado para organizarse socialmente, pero esto da lugar a bandos entre los cuales empiezan a surgir tensiones. Al mismo tiempo, los humanos que se han mantenido con vida son ahora el blanco de criaturas mutantes.
Los libros conforman una saga de tres novelas, mientras que el universo expandido lo conforman cuatro videojuegos —de los cuales, en su momento pude jugar los dos primeros—.
Pero, volviendo a la canción, In the House in a Heartbeat es un tema compuesto por John Murphy para la película de Danny Boyle, 28 Days Later. El tema ha aparecido, según Wikipedia, en varios tráilers tanto de películas como de series y, 4A Games, la productora de la serie de juegos Metro, la versionó para el tráiler de Metro Exodus, la última entrega de la franquicia.
¿A qué viene todo esto? Bueno, a que yo tenía las dos canciones en la lista de Suspense y cuando me percaté de que eran la misma, me puse a investigar por qué y esto que les cuento fue lo que encontré.
Para escuchar la versión original de John Murphy, dejo el siguiente marco.
Por cierto que, hablando de 28 Days Later, se trata de una película muy difícil de conseguir en la actualidad. Según leí en alguna parte —y tomemos esto con pinzas— hay una cuestión de derechos en disputa y por ello no hay un solo servicio de streaming en el que se pueda ver. De hecho, incluso buscar la versión en formato físico en tiendas en línea es tarea difícil; tan solo en Amazon, las versiones en DVD disponibles rondan los 500 pesos mexicanos y, en todos los casos, se trata de ediciones importadas.
ONOMATOPEYAS
Hablando de videojuegos, una de mis aficiones pero para la que cada vez tengo menos tiempo, hace un par de semanas “reviví” la Xbox. Hace tiempo, en esa plataforma, existía la suscripción Gold de Xbox Live que te daba, cada mes, un par de juegos gratuitos. Yo no siempre tenía tiempo para jugarlos pero trataba de descargar los que me llamaban la atención. Estamos hablando de cuando la plataforma del momento era la Xbox 360, hace como… bueno, no hagamos cuentas.
Entonces, decía, reviví la consola para algo de juego casual. Y entre esas compras y descargas pude recuperar Dead Space (del cual, incluso, ya hicieron un remake para las consolas de última generación). Este es un juego de disparos y supervivencia con temática de terror en la que controlas a Isaac, quien tratará de mantenerse con vida mientras explora la USG Ishimura, una estación espacial de minería, que ahora está infestada por criaturas que quieren alimentarse de toda la vida que encuentren a su paso.
La cosa es onda Resident Evil pero con un ambiente más opresivo, si cabe. Y tiene una buena dosis de sustos. Lo que es ideal para el periodo pre-halloween. ¿Cómo te estás preparando para la temporada de miedo? Evidentemente, en este blog, nos vamos a poner en ambiente para ello.
Gracias por acompañarme esta semana en estas Serendipias y Onomatopeyas. La entrada de esta semana iba con un toque más personal. Este boletín está cumpliendo cuatro meses en línea y no puedo pasar por alto lo difícil que es mantenerlo. Solo se trata de una carta a la semana, parece poco, pero la idea de fondo es dejar algo —de mí, de lo que leo, de lo que me gusta— en cada carta.
Tengo algunos planes —cuyas pistas creo haber dejado ya en entregas anteriores— sobre las cosas que me gustaría hacer en los meses próximos. Pero lo que más me gustaría es también leerte a ti, que llegaste hasta estas líneas.
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Nos leemos la próxima semana.