"Fruncir el ceño" y otras discusiones sobre gusto literario
La polémica sobre el ceño fruncido — Juicios lectores: no es solo cuestión de "gusto" — Del símil y los lugares comunes
Hace un par de semanas se desató una pequeña controversia en Threads (y Twitter) a partir —me parece— de la publicación de un booktuber en TikTok en la que criticaba el uso de frases como “fruncir el ceño” durante una descripción en un libro. Esa y cosas como “enarcar las cejas” y no sé qué más.
Por ahí un escritor dio su opinión que, en general, me parece acertada. Pero, como pasa muy a menudo en espacios de red social, las cosas no adquirieron matices sino que se inclinaron hacia “sí, saquen todas esas expresiones de relleno de mis libros” o hacia “no, lo que importa es la historia”.
Al final, todo parece pasar por una cuestión de gustos. Pero, ¿hasta qué punto se trata solo de una preferencia personal?
Lo que voy a tratar de decir en lo sucesivo es sobre todo una opinión pero, en la medida de lo posible, trataré de fundamentarla. Y para ello, lo primero que pienso hacer es recurrir a una anécdota de mi cada vez más lejana primera juventud.
Harry Potter y el juicio lector
Por allá de principios de 2002, decidí comprar el libro de Harry Potter y la Piedra Filosofal. Como muchos, había visto la película en el cine durante su estreno en las navidades previas y como aficionado a la fantasía y la ciencia ficción, quise saber más a fondo de dónde venía tanto revuelo por la historia que, en general, me parecía bastante atractiva.
Por aquel entonces solo estaban disponibles los primeros dos libros de la saga. El primero aparecía en cualquier librería a la que te asomaras. Así que yo fui a la más cercana, compré el tomo y lo traje conmigo durante los pocos días que duró la lectura.
En ese entonces trabajaba en una radiodifusora pública y llegué a la oficina del que era mi jefe dejando el libro sobre su escritorio mientras buscaba algo, no recuerdo qué, en la mochila. Al ver el libro, el hombre de unos 60 años me preguntó si lo estaba leyendo a lo que respondí que sí. Luego lo alcanzó, repasó las páginas con un dedo y me pregunto por qué. Creo haberle dicho algo como que me causaba curiosidad y quería saber más de la historia. A lo que procedió a rechazarlo con alguna frase como que ese tipo de lecturas no estaban a “mi altura” o algo por el estilo.
Si frunció el ceño o enarcó las cejas, no lo recuerdo, pero sí que intenté argumentar que me parecía un buen libro para niños y que, si alguien llegaba a la literatura por un libro así, que ya para entonces me parecía una lectura ligera, seguramente después buscaría algo más qué leer.
Pues no. El señor argumentaba que había muchos mejores libros para incursionar en la literatura de fantasía y que “ese” era uno de los malos.
No explicó por qué.
Mi opinión personal cuando terminé de leerlo fue que, más allá de la historia, el libro me parecía bastante simple —en términos “literarios”, lo que sea que entendiera en aquel entonces por la frase—.
Supongo que tanto la impresión general del libro como la crítica de alguien que en ese entonces respetaba mucho, terminaron por desalentarme a continuar leyendo los siguientes. Y generaron también un fuerte prejuicio hacia cierto tipo de lecturas.
Por ejemplo, jamás abrí ninguno de la saga Crepúsculo, cuyas películas, adicionalmente, me parecían una vacilada de proporciones épicas. Y, en general, empecé a desconfiar bastante de todo aquello que sonara a blockbuster.
Pero eso, justamente, me llevó a resistirme a leer, por ejemplo, a Stephen King durante mucho —demasiado— tiempo. Cosa que ahora lamento bastante.
Por supuesto, me dediqué a buscar lecturas “profundas”. Pero, pues, ¿cómo decirlo? Supongo que me hubiera divertido bastante con Harry si le hubiera dado una oportunidad a los siguientes libros.
No es solo una cuestión de “gustos”
¿Te gusta la “alta literatura” o la “popular”? ¿Prefieres la novela o el cuento? ¿El ensayo o la poesía? ¿Por qué? Si hicieras un recorrido de cómo entraste en contacto con los primeros libros —fuera de la escuela—, ¿qué encontrarías?
Quizá tuviste una biblioteca en casa, tomos acumulados durante años por la familia y alguno llamó tu atención, te internaste en sus páginas y terminaste encontrando una ampliación a tus sentidos cotidianos. Pero puede ser también que más allá de los libros de texto, tu único contacto con la literatura hubiera ocurrido cuando ya no estabas en edad escolar. O puede ser que tus lecturas infantiles hayan sido historietas o, de mayor edad, novelas ilustradas, el Libro Vaquero o Las Chambeadoras. ¿Alan Moore o Gabriel Vargas? ¿El Principito o Mafalda?
El que haya sido tu camino, dependía de varias cosas y pocas están relacionadas a nivel íntimo con la “calidad” (lo que sea que entendamos por ella) del libro en cuestión.
Acceso, oportunidad, posibilidad. Regalo, compra, hallazgo. Legado, educación, interés. Las fuentes y los espacios en los que tuviste oportunidad para la lectura formaron, en conjunto, tu afición y el marco a partir del cual juzgas un libro.
No obstante todo ello, más allá de lo que terminó por gustarte —por gustarnos—, hay un montón de gente a nuestro alrededor, eso que llamamos “la sociedad” que, a través de algunos de sus integrantes, dicta, establece, juzga, abre y cierra puertas a determinados libros (y música y cine y arte y comida y etcétera).
Entonces, por un lado tienes un contexto personal que te dio o no la posibilidad de encontrarte con ciertas historias, estilos, autores, formatos. Por otro, hay gente que está en una posición para determinar cuál de todas esas cosas vale la pena consumir —no siempre explicando el por qué—.
Y, en medio de todo ello, estamos todos. Los lectores. Y cada uno de nosotros tiene algo qué decir sobre un libro: este es bueno; aquél, no. Lee ese, no el otro. Y otra vez, etcétera.
Hace algún tiempo, un señor muy inteligente llamado Pedro, o Pierre, para sus amigos más cercanos, y de apellido Bourdieu, se dio cuenta de que la gente consume bienes culturales —música, libros, teatro, arte…— de maneras muy distintas entre sí. Pero que, dentro de ese cosmos de contacto con las formas artísticas, había algunos que se paraban sobre un ladrillo para juzgar el gusto de los demás como bueno o malo.
Su explicación, caricaturizada aquí, supone un hecho que no debería pasarnos por alto: hay quienes, por encontrarse en una posición relativa de ventaja, pueden usar justo ese escalón para decirnos lo que es bueno o no consumir.
Muchos de esos juicios se transmiten hacia el resto de nosotros y condicionan en alguna medida lo que consideramos artísticamente aceptable. Así que, si por un lado tenemos posibilidades de acceder a ciertos libros a causa de nuestra historia y contexto personal, por otro, se nos señala constantemente que hay cosas que son consideradas mejores que nuestra vulgar preferencia por cierto autor, tipo de historia y estilo literario.
Así que no es solo una cuestión de gusto. O sí, pero este se forma a partir de algo más que una inclinación personalísima. Y, por lo tanto, esta puede cambiar.
No quiero que alguien “frunza el ceño” por esto
Ahora bien, a mí no me gusta que un personaje “frunza el ceño”. Tampoco que “enarque las cejas”. Tampoco que “responda sorprendido” o que “ladre” su respuesta. No me gusta que “gire sobre sus talones” para “volver sobre sus pasos” o que “le brillen los ojos” ni otras muchas cosas.
De un tiempo para acá, no me gusta que los personajes “midan 1,65” o que los objetos que levantan “pesen 10 kilos” o que algo les sepa amargo ni que “tiemblen aterrorizados” o que se “sientan desesperados”. Lo siento. No me gusta.
Quiero ver la historia a través de la inocencia o la malicia, la desesperación o la calma de sus ojos. Y esta no es una exigencia literaria. Es una maldita necesidad de estímulo que la creatividad del/de la autor/a espero que cumpla. Y entiendo que esta exigencia tiene implicaciones estéticas. Pero, vamos, con el poco tiempo que tengo para leer es lo mínimo que espero.
En uno de esos libros que no logré disfrutar, me topé con frases como “se produce un silencio sepulcral”, “mis pensamientos se disparan a la velocidad de la luz”, un personaje “palidece de miedo”, “vaciló cinco largos segundos”, un objeto se mueve a “una velocidad inconcebible”, y cosas por ese rumbo. Pero al menos no hubo un solo “frunció el ceño”.
¿Qué es lo que sí quiero leer?
Hay un ejemplo en On Writing de Stephen King que me hace reír cada vez que lo recuerdo, lo cual es bueno, porque recurro a el mismo cada vez que me enfrento a cómo describir una escena, cada vez que releo un texto y encuentro que no he logrado hacer ver las cosas desde esos ojos que las están viviendo en el papel.
Se trata del uso del símil: “cuando no funciona, el resultado puede ser cómico o penoso” dice King. Y pone el ejemplo del símil zen, una “trampa del lenguaje figurado” en el que la analogía propuesta no logra comunicar lo que (se supone) que busca. Voy a tratar de inventar un ejemplo: “se quedó pensando en la respuesta como si fuera una campana de navidad”. ¿Lo logré? No espero comentarios.
La segunda es el uso de metáforas tópicas. El también viejo y conocido lugar común. King usa un ejemplo de manual para denunciarlas: “Era hermosa como un sol”.
Y para sugerir símiles contundentes, “imágenes frescas y en un vocabulario sencillo”, King recurre a una frase del escritor George V. Higgins:
«Estaba más oscuro que un cargamento de culos.»
¿Qué más hay que decir al respecto?
¿Es estética? ¿Es literaria? ¿Es clara? ¿Es “alta literatura”?
Lo que sea que pretendas responder a cualquiera de las preguntas que, por lo demás, son solamente retóricas, el punto es que dice algo. Y lo dice de forma que, al menos, sabes que lo ves a través de unos ojos particulares. Y, vamos, eso es lo que sí estoy dispuesto a leer hasta el final.
Hay una frase de Raymond Carver en uno de sus cuentos que dice “cuando uno está deprimido se le nota hasta en la forma de encender un pitillo”. Samanta Schweblin escribe “uno dice «perder la casa sería lo peor» y después hay cosas peores”. Graham Greene pone "cuando él la estrechó en sus brazos, ella se abandó con los ojos cerrados, como un suicidio”. Y cosas así. Cosas que son difíciles de encontrar. Pero que uno sigue buscando.
Ahora bien, si alguien, en la historia, frunce el ceño, no pienso cerrar el libro. Es algo que tampoco puedo. Al llegar a la última página tendré algo qué decir del mismo: su estilo, su historia, su tema. Pero si alguien se encuentra en una callejón que está tan oscuro como un cargamento de culos, jura, por el autor más sacralizado en el que puedas pensar, que voy a recordarlo.
SERENDIPIAS
El año pasado salió Hello, Tomorrow, una serie retro-futurista en Apple TV+ que no tuve oportunidad de disfrutar en su momento. La apuesta por la ciencia ficción de este servicio de streaming difícilmente decepciona. Y esta serie, que me gustó lo suficiente para dedicarle el tiempo necesario a sus diez capítulos, logra muchas cosas bastante bien aunque flaquea en al menos dos aspectos.
La trama sigue a Jack Billings (interpretado por Billy Crudup) quien es un vendedor de puerta en puerta que ofrece departamentos en… la Luna. Sí. No solo eso, sino que son muy, muy, muy baratos. Así que cualquiera puede comprarlos. Un día recibe la noticia de que la mujer a la que abandonó y con quien tiene un hijo, ha sufrido un accidente y está en coma. Jack viaja con su equipo de ventas a su ciudad y su hijo, que no lo reconoce, decide comprar uno de esos departamentos de ensueño. A partir de ello, Jack intentará atraer a Joey, su muchacho, a su lado, con una trama de mentiras que parece interminable.
Vehículos autoconducidos, videollamadas en blanco y negro, teleseries con vaqueros galácticos, cohetes a la luna. Todo en un ambiente que recuerda a la década de los 50s americanos.
Atractiva por donde se le mire. Y muy entretenida. Además de que tiene como punto fuerte la tensión escalada capítulo a capítulo.
Donde no logra convencerme es en la forma en que el personaje de Joey, que sirve como ancla para la historia del protagonista, cambia en un par de episodios. Pasa de ser un tímido e inseguro muchacho, a un vendedor estrella seguro de sí mismo. Y eso, perdón, pero no me lo creo.
Como segunda pata coja, la historia que parecía tener todo para ser autoconclusiva, termina con un final con miras a una temporada dos que no ha sido confirmada. Y que no resuelve sino que deja más cabos sueltos.
Si eso no te desmotiva para hacer el viaje a ese idílico periodo gringo con escenario de ciencia ficción, quizá disfrutes de su mirada nostálgica a los sueños del futuro americanos. Pero salvo el escenario, es probable que te quedes con que algo —mucho— pudo ser mejor.
ONOMATOPEYAS
En septiembre se realizará el Anomalía Fest, un festival de arte especulativo que contará con presentaciones de libros, talleres y bazar entre otras actividades culturales. Entre quienes formarán parte del evento se encuentran la ya mencionada Anapoyesis, revista de literatura especulativa, y el grupo Ciencia Ficción México, el Círculo de Ciencia Ficción Sizigias, entre otros.


El Anomalía Fest se realizará los días 21 y 22 de septiembre en el centro de Puebla y estoy pensando seriamente en darme una vuelta al mismo, así que si andas por allá o tienes planes de ir, deja un comentario y podríamos encontrarnos en medio de la muestra de arte especulativo. ¿Qué opinas?
El punto de encuentro es La Embajada Puebla en 2 Oriente 206, planta alta, en el centro histórico y las actividades comienzan a partir de las 2 de la tarde. Ojalá podamos encontrarnos por allá. Pero, mientras tanto, mucho éxito a la banda que organiza y a quienes deseamos el mayor éxito.
Gracias por acompañarnos en estas Serendipias y Onomatopeyas. Esperamos haberte hecho fruncir el ceño con nuestra reflexión.
Nos leemos la próxima semana. Recuerda suscribirte si aún no lo has hecho. ¡Y compartir! Hasta la próxima.