Cuento — Un hombre se asomó por la ventana
Desde la cornisa del edificio, uno puede volver a ver la ciudad por primera vez — Maquinazos — Talleres
Un hombre se asomó por la ventana y estudió la distancia, evaluando si la caída sería mortal o produciría una larga agonía. Concluyó que sería lo primero así que, antes de poder cambiar de opinión, se encaramó al borde y, sosteniéndose del marco se puso de pie para echar un último vistazo a la ciudad que no volvería a ver. El hombre era yo y la ventana, la de mi departamento.
Caminé sobre la cornisa para alejarme de la ventana y evitar la tentación de volver adentro. Desde donde me encontraba, los autos parecían de juguete y la gente que caminaba por la acera lo hacía sin echar un vistazo si quiera a la fachada del edificio, así que nadie se daba cuenta de lo que estaba por hacer.
Mientras sentía el tacto de la pared con las palmas de mis manos, la superficie rugosa y empolvada, y arrastraba los pies sobre la escasa superficie, pensé en dos cosas. La primera es que no escribí una carta de despedida. Ya saben, esa que dice no se culpe a nadie de mi muerte y cosas por el estilo, algo que explicara a quien tuviera interés en saber, la razón que me había llevado a esa cornisa. La segunda es que quizá pude haber ido a la azotea. Sobre lo primero, la verdad es que no hubiera sabido qué escribir y, en cuanto a lo otro, soy tan distraído que tampoco lo había considerado.
—Sí, la azotea hubiera sido una mejor opción —dijo una voz que sonaba muy cerca de mí.
Volteé hacia un lado y el otro pero no encontré el origen de la voz. Quizá venía de alguna ventana cercana. Incluso podía ser que no se dirigiera a mí.
—Claro que te hablo a ti. Aquí. Abajo —dijo de nuevo y, mirando hacia un lado primero y luego, otra vez, al otro, encontré a su dueño.
El gato estaba sentado sobre la cornisa, viéndome con sus ojos amarillos y la cabeza inclinada hacia un costado, como esas personas que te ponen atención mientras hablas pero en realidad no le dan la menor importancia a lo que dices. Un gato gris con motas negras y una correa en el cuello que, en lugar de un cascabel para encontrarlo, tenía una medalla en forma de pez.
—¿Por qué no usaste la azotea? —dijo el gato y, levantando el trasero de la cornisa, caminó pegado a la pared pasando por detrás de mi piernas, hacia la ventana por la que había salido.
—No lo pensé —dije, separando mis pies un poco para que pudiera seguir su camino—. ¿Qué haces aquí?
—Soy un gato —dijo el gato—. Yo debería preguntarte a ti qué haces aquí.
—Bueno, pues, yo… —el hombre en la cornisa, que era yo, no supo cómo terminar la frase.
El gato avanzó y se quedó cerca de mi ventana. Era la mascota de una de las vecinas. Lo sé porque lo había visto hacer lo mismo infinidad de veces: pasear por la cornisa, de un lado al otro, incluso echarse a dormir mientras el sol de la mañana le calentaba el pelaje moteado.
—Tú eres César, ¿verdad?
—Che-shire —me corrigó el gato— Soy Cheshire —repitió mientras volvía a sentarse encogiendo las patas traseras y dejando las delanteras estiradas, frente a él, como una pequeña estatua grisácea—. Dime tu nombre para que lo cambie por uno ridículo.
Claro que no le dije mi nombre. ¿Por qué se lo iba a dar a un gato que no tenía ganas de ocultar su insolencia? En su lugar, le dije que se fuera y me dejara solo.
—No me voy a ir —dijo el gato—. Esta es mi cornisa. Tú eres el que está de visita.
—No creo que alguien sea dueño de una cornisa —dije y, cuando terminé la frase, sentí como si mis pies fueran demasiado grandes para pasar más tiempo sobre aquella breve superficie.
—Cuestión de opiniones. Pero esta cornisa, es mía —respondió el gato que alzó una pata y la empezó a lamer con el placer con que alguien se acerca el primer cigarro del día a la boca.
—Ay, dios, estoy imaginando cosas —me llevé una mano, sucia por el polvo de la pared, a la cara que empezaba a sudar. Eché un vistazo abajo y vi que un par de personas apuntaban en mi dirección. Alguien se había dado cuenta de lo que ocurría.
El gato siguió mi mirada y lanzó un ronroneo antes de echarse sobre la cornisa donde se quedó acostado de lado.
—Ya te vieron. Deberías apurarte. Tengo cosas que hacer aquí —dijo el gato.
—¿Qué cosas?
—Como que qué cosas —el gato alzó la cabeza para mirarme—. Pues cosas de gato —respondió. Traté de pensar en cuáles podrían ser. Cheshire se incorporó a medias, como la reproducción de una esfinge color cemento y se dedicó a verme sin decir nada más.
Mientras eso ocurría, más gente se juntaba en la calle en un público que hablaba entre sí, cuyo murmullo llegaba hasta la cornisa donde Cheshire y yo nos encontrábamos.
—Creo que esto fue mala idea —dije.
—¿Crees? —dijo Cheshire. El gato miró hacia la calle y creo que dijo algo así como humanos, en ese tono que tiene la gente rica para referirse a la que no lo es.
Escuché el sonido de las primeras sirenas rebotando por las azoteas y unos instantes después, descubrí las luces parpadeantes acercándose desde una calle lejana. Hacía mucho que no pensaba en la vista que tiene el departamento. En la forma en que algunos sonidos cercanos se apagan y otros, más alejados, llegan con claridad y se cuelan hasta la habitación. Desde que solo estoy yo en el departamento, esos ruidos de la ciudad se aprecian con mayor nitidez.
—Voy a volver —dije, caminando de lado— Con permiso, Cheshire.
—Ten cuidado —dijo el gato.
—Sí, ya no pienso dejarme caer.
—No lo digo por eso, lo digo por mi… —antes de que el gato terminara la frase, di el paso de costado alzando la pierna por encima de su cuerpo pero, al dejar caer el pie, alcancé la punta de la cola de Cheshire que tronó bajo mi zapato.
El gato lanzó un grito y, luego lo corrigió por un maullido agudo mientras retorcía su cuerpo para liberarse del machucón. Sus pequeñas zarpas se emborronaron en el aire tratando de alcanzar mi pierna. Con todo mi peso sobre su cola, traté de mantener el equilibrio. El gato se revolvió sin dejar de gritar. Liberé la presión del apéndice gatuno girando mi cuerpo al dar un nuevo paso para alcanzar mi ventana. El gato saltó para alejarse de mí y, cuando volteé a verlo, lo encontré suspendido en el aire, lejos de la cornisa.
Me tomé de la ventana con una mano y estiré la otra hacia Cheshire para alcanzarlo. Las garras del gato se movían tratando de encontrar cómo sujetarse de mí pero empezó a precipitarse. Los pelos de su lomo erizados y la fauce abierta junto con una mirada de rencorosa sorpresa dirigida hacia mí. Alejándose, hacia abajo, hacia la calle. Un Hans Gruber felino moviendo las patitas mientras el abismo lo recibe.
Desde la acera llegaron los gritos, los suspiros contenidos, como un coro de gargantas en una orquesta de espanto. Cheshire se retorcía en el aire, cayendo, cayendo, cayendo hasta que de pronto, puff.
Entré por la ventana de un salto y me giré para mirar hacia la calle, hacia el desastre que era Cheshire. La gente corría hacia el gato para ver su condición, las ambulancias y patrullas se acercaban y luchaban por pasar entre los mirones.
Desde donde estaba, por fin a salvo, vi a Cheshire levantarse del piso y ver hacia arriba. A pesar de la distancia, sentí aquella mirada dirigida a mí y solo pude pensar en cuánto me iba a costar haberle hecho perder una de sus nueve vidas.
SERENDIPIAS
Durante los últimos meses he pasado mucho tiempo revisando buzones de correos en busca de mensajes enviados y recibidos a lo largo de los años en los que compartí “cuentos” y textos de otro tipo para las colaboraciones que solía hacer en periódicos hace algo así como una vida. Fue un periodo “productivo”. Escribía cada semana, una o dos cosas distintas, que terminaban publicadas en la sección de Cultura que editaba Valeria Valencia, colega y amiga de aquellos años, en un periódico regional en Chiapas.
Aquel fue el periodo en el que más “publiqué” (uso los entrecomillados porque ahora no estoy en absoluto contento con nada de lo que vio la luz en aquel tiempo pero admiro la determinación que tuve para hacerlo y creer en aquello que hacía de forma solo intuitiva) pero también, el más desordenado tanto en lectura como en producción. Era una disciplina caótica: leía todo lo que llegaba a mis manos y me sentaba un par de días de la semana para “ver qué salía”.
Los textos eran relatos cortos, algunos muy breves —lo que ahora sé que es flash fiction— y otros no tanto en géneros que iban de la ciencia ficción al relato de misterio —especulativa pues, sin que lo supiera entonces— y alguna que otra cosa más experimental.
Como lo que buscaba era publicar, escribía y mandaba. Así, sin más. Sin revisar siquiera. Con el tiempo, empecé a llamarle a aquellos ejercicios descuidados mis maquinazos. Lo que vendría siendo una especie de verborrea que uno lanza al mundo confiando en que no lo hizo mal (incluso pensando que lo hizo bien).
El de hoy es un maquinazo escrito ex profeso para este Substack y se construyó a partir de una estrategia que trato de poner en práctica: establecer la situación, definir su finitud y reducir al mínimo el número de elementos presentes. Una versión descafeinada y edulcorada de la propuesta minimalista que Chuck Palahniuk propone en Consider This (de lo que me gustaría hablar pronto con más detalle).
La situación es “un hombre se asoma a la ventana con intención de suicidarse” (sé que es un tema sensible y bajo ningún punto planteo banalizar al respecto), la “extensión” —el reloj, diría Palahniuk— es que un acto así debe realizarse rápido, antes de que demasiada gente se dé cuenta o pueda impedirlo y, finalmente, los elementos son él, el lugar (la cornisa) y un gato. De fondo, la ciudad, una cualquiera.
No sé por qué elegí un gato. Pero a cuento viene el libro de Blake Snyder, guionista hollywodense, que se llama “¡Salva al gato!” del que también espero hablarles en algún momento. Snyder dice por ahí que una estrategia para construir historias es proponer personajes en situaciones que todos podríamos vivir. Yo añadiría que si no las podemos vivir, al menos, sí imaginar. Pero es mi visión de novel en estos temas.
¿Salvamos al gato? Ustedes díganme.
ONOMATOPEYAS
En las próximas semanas estaré tomando un par de talleres (¿un par? ¡Cuánto tiempo libre!). Debo confesar que siempre fui renuente a los talleres de narrativa pero que, también, sabía que los necesitaba. Y como dicen que nunca es demasiado tarde, decidí tomar estos que me aparecieron sugeridos. Se trata de sesiones en línea (uno breve y otro más extenso) y estoy bastante nervioso. Supongo que por la expectativa. ¿Ustedes han tomado alguno? Ojalá pudieran compartir cómo les fue y qué opinan de ellos.
Hay uno en particular que me gustaría tomar pero, siempre por falta de tiempo o desajuste espacio-temporal, no he podido hacerlo, que es el de Alberto Chimal. Aparte el profe me cae super bien. Tiene uno disponible en Domestika de escritura creativa que he tomado a medias (me falta como la mitad, así de indisciplinado puedo llegar a ser) y que, para quienes como yo, no siempre tienen tiempo y prefieren ir a su ritmo, puede ser un buen comienzo.
Gracias por llegar a estas Serendipias y Onomatopeyas. Nos vemos la próxima semana para seguir platicando. Mientras, te invito a los comentarios para que mantengamos la conversación. ¡No faltes! Recuerda que puedes compartir el cuento de esta semana si te ha gustado. Y si no, ¡dinos por qué! Quizá olvidé algo para salvar adecuadamente al gato.
¡Feliz fin de mes!