Cuando invitamos a cenar a los vecinos — Cuento
Una pareja llega al edificio y viene acompañada de problemas. ¿Qué pasaría si los invitamos a cenar?
Teo y yo los escuchábamos discutir a menudo. Venían de esa colonia tan famosa que se encuentra en lo alto de una colina, al poniente de la ciudad, pero algo había pasado con la economía aquel año y de pronto la joven pareja de clase acomodada se vio en la necesidad de abandonar la casa que habían conseguido en el fraccionamiento exclusivo y sustituirla por un pequeño departamento en un condominio. El nuestro. Cuando me encontraba con la esposa en el ascensor, el tono apagado de su saludo parecía indicar que el cambio le estaba siendo difícil de aceptar.
Al principio, las peleas eran cuchicheos subidos de tono en las que el marido rogaba a su esposa que bajara la voz y mantuviera la calma. Aquello iba a ser temporal, le decía, muy pronto todo se iba a resolver y podrían volver a comprar una casa, le decía. Pero conforme pasaron los meses, Teo y yo confirmamos que la cosa no iba a cambiar tan pronto y con cada mes transcurrido, las esperanzas de mejorar se iban agotando como la paciencia de la mujer con su marido.
Nosotros tampoco la estábamos pasando tan bien. Yo hubiera querido dejar el trabajo en oficina pero, aunque Teo se pasaba todo el día en el pequeño negocio familiar, apenas nos alcanzaba para mantenernos a flote. Al mismo tiempo, veíamos a nuestros vecinos concentrados en tratar de sostener una vida que ya no les pertenecía y que se les escapaba como agua de las manos.
Por ejemplo, la hermosa camioneta de modelo reciente que reflejaba el cielo en sus cromados y pintura impecable, dejó de estar aparcada en el lugar de estacionamiento de los vecinos y, a los pocos días, la sustituyó un coche compacto cuyos buenos tiempos ya habían pasado y sobre los que la pintura, ya opaca, estaba cicatrizada de rayones.
El esposo era muy amable y se esforzaba por mantener las apariencias cuando los encontrábamos en la entrada del edificio, pero lo que no pudo ocultar es la salida del enorme televisor que requirió a cuatro personas para su transporte, con las respectivas contorsiones en cada descanso de las escaleras. Y luego muebles, y luego pequeños objetos envueltos en sábanas y quién sabe qué más, que representaban el adelgazamiento de sus posesiones y la sustitución por cosas más modestas de las que la mujer no desaprovechaba la oportunidad de quejarse en cada discusión.
—Hoy van a pelear de nuevo —dijo Teo, cuando lavábamos los trastes de la cena.
—¿Qué fue esta vez? —dije mientras sostenía un sartén a medio camino entre el fregadero y el escurridor, tratando de imaginar qué otra cosa habían tenido que llevar a empeñar.
—Me parece que un microondas.
—Qué mal.
—Quizá deberíamos ayudarlos —aventuró mi marido. Él siempre ha sido así. Mamá decía “te vas a casar con este chamaco que tiene corazón de pollo, ¿adónde te va a llevar eso?”. Y bueno, me llevó al bonito departamento en el que vivíamos desde hacía ya ocho años, el cual estaba ubicado en el lado opuesto de la ciudad en el que vivía el resto de mi familia.
Mamá tenía razón, Teo tiene un "corazón de pollo" o "atole en las venas" o cualquier otra de las linduras que se inventaban mis hermanos cuando lograban hacerle una broma y él se resignaba con una sonrisa cuya sinceridad nadie hubiera podido discutir. Así que cuando dijo que quizá debíamos ayudar a los vecinos hablaba bien en serio aunque ni él mismo supiera aún cómo podíamos hacer algo por ellos.
Tal como adivinó, esa noche vino otra de las peleas, esta vez muy ruidosa. Desde el piso de arriba llegaban los gritos de la mujer que no dejaban de subir de tono mientras el hombre trataba de calmarla con el mismo resultado de siempre, es decir, ninguno. En cierto modo, aquel vecino me recordaba a Teo.
—Bueno, ya, entonces, ¿qué hacemos? —le pregunté a Teo mientras me incorporaba a medias de la cama. Con el codo clavado en el colchón y mi mirada en su rostro que se alzaba hacia el techo como tratando de captar con claridad el resto de la discusión.
—Hay que invitarlos a cenar —dijo Teo, como si fuera obvio y al mismo tiempo, una revelación que le había caído del techo al que miraba.
La idea no me parecía peor que cualquier otra, después de todo, quién no quiere tener una bomba de tiempo encima de la mesa con el reloj anunciando que está a punto de estallar. Y por supuesto, yo tenía la impresión de que no éramos las personas más indicadas para desarmar aquel mecanismo.
Teo y yo nos amamos mucho y, en general, nos llevamos bien, pero en gran parte la razón por la que no tenemos demasiados problemas es porque mi marido es demasiado buena gente y, en lugar de enfrentar el conflicto, encuentra la manera de darle la vuelta. Cuando sabe que estoy enojada, en lugar de preguntarme qué me pasa, viene y me da un abrazo, me planta un beso en el cachete, me dice que quiere prepararme algo de comer y me pregunta qué se me antoja. Para cuando ha terminado de preparar la comida ya no me acuerdo qué fue lo que me molestaba. ¿Eso es bueno? No lo sé. A lo mejor su gran virtud es saber cuándo hacer de algo un problema y cuándo no. La mayoría de las veces es lo segundo.
Como fuera, dedicamos varias noches a planear la dichosa cena y Teo decidió encargarse de presentar la invitación a nuestros vecinos. Una tarde en que había logrado volver antes del anochecer a casa, fue hasta el departamento de la pareja y después de tocar, vio que ambos le abrían la puerta. Según Teo, les contó que pensábamos preparar una cena y que deseábamos invitarlos pero la respueta de ambos fue verlo como si les estuviera hablando en un idioma desconocido.
—¿A cenar, el viernes? —dijo el esposo.
—Sí, mi esposa y yo preparamos unas costillas deliciosas. ¿Les gustaría?
—Pues… si ella quiere —dijo el hombre sin voltear a ver a la mujer. Teo esperó hasta que la vio mover la cabeza para aceptar.
—No se diga más, los esperamos a las siete —y se retiró antes de que tuvieran tiempo de arrepentirse, según me contó.
Durante los días previos a la cena las discusiones bajaron de volumen y hubo una noche en que ni siquiera los escuchamos. Llegado el momento, aparecieron ante la puerta con una botella de tinto que servimos en vasos a falta de copas. Nuestra vecina no pudo ocultar la desilusión ante ese detalle.
Servimos la cena, bebimos el vino y Teo hizo algo que no me había advertido que haría. Del fondo de uno de los cajones de la alacena sacó una botella transparente que puso frente a nuestros invitados. Era mezcal, una de tres botellas que había comprado en una feria el año anterior. Puso cuatro vasos tequileros sobre la mesa de centro y sirvió el líquido sin preguntarnos. Cuando terminó la tarea, fue poniendo los vasitos que amenazaban con desbordarse en las manos de cada uno.
El líquido resplandecía en la boca de los caballitos como aceite consagrado y aunque parecía delicado, su perfume llegaba a las fosas nasales de nuestros invitados que lo miraban con más curiosidad que antojo.
—¿Y esto qué se supone que es? —preguntó la vecina.
—Es mezcal —presumió Teo mientras sostenía a la altura del orgulloso pecho la bebida. Los vecinos se dedicaron miradas entre sí. Parecía como si nunca lo hubieran probado—. Aquí es donde decimos, ¡salud! —Teo brindó y alzó su caballito como si fuera a persignarse antes de llevárselo a los labios.
Mientras Teo tomaba la mitad de su trago yo solo besé el mío para remojar mi lengua. Mientras lo hacía, estudiaba los movimientos de los vecinos para no perderme su reacción. El esposo se encogió de hombros y colocó el primer trago en su garganta, la mujer olió el líquido, lo retiró con duda y luego se envalentonó para vaciarlo de un golpe.
Primero tosió como si el mezcal hubiera tomado el rumbo equivocado y en lugar de bajar hacia su estómago se le hubiera ido a los pulmones, luego aclaró la garganta, tosió un poco más, jaló una bocanada de aire como si estuviera saliendo desde el fondo de una piscina y por último llenó la sala con el sonido de un fuerte suspiro. Todos reímos mientras trataba de recuperar el aliento y cuando lo logró y vio nuestras sonrisas, no le quedó más que dejar que unas carcajadas surgieran de su pecho para acompañar a las nuestras.
—Va otra vez, porque no dijeron salud —retó Teo, tomando los caballitos de los invitados y rellenando el de ella mientras completaba el de él—. Ahora sí, ¡salud!
Esta vez, fue el vecino quien se acomodó el mezcal de un trago mientras la esposa me imitaba al ver cómo daba de pequeños chupitos a mi caballito. De reojo le dediqué una mirada a Teo quien hizo como que no la notaba y me quedé con las ganas de decirle lo cabrón que era y de plantarle un beso ante la idea que había tenido.
La mayor parte del mezcal terminó entre la espalda y el pecho de nuestros vecinos que, cuando empezaron a arrastrar las palabras debajo de la lengua decidieron que era muy tarde y preferían volver a su departamento. Cuando llegaron, nos saludaron con un cordial buenas noches y entre el vecino y Teo se dio un apretón de manos. Cuando se despidieron, se acercaron para darnos abrazos y sacudirnos por los hombros y decirnos qué bueno estaba ese mezcal. Mientras repetían su admiración por el alcohol, rebotaron entre los muebles y las paredes hasta que alcanzaron la puerta y, cuando se alejaron, pudimos escuchar el sonido de sus risas cayendo desde las escaleras.
Teo y yo levantamos las copas, limpiamos la mesa y dejamos los trastos sucios en el fregadero. Decidimos dejar todo ahí, a medio ordenar para irnos a la cama. Cuando nos acomodábamos en nuestra habitación, el ruido volvió, ahora más fuerte que cualquiera de las ocasiones anteriores. Era como si una fiesta muy distinta se hubiera trasladado al piso de arriba.
—¿Escuchas eso? —le dije a Teo, indecisa entre la alarma y la sorpresa ante el alboroto. No podía distinguir las pisadas de los golpes y las palabras entre los gritos.
—Sí —dijo mi esposo sin ocultar su satisfacción, con el rostro enrojecido por los tragos y los ojos un poco hinchados, sin dejar de sonreír mientras acomodaba la cabeza sobre la almohada.
Teo se durmió enseguida. En cuanto a mí, tuve dificultades para conciliar el sueño antes de la tercera ronda con la que los vecinos remataron la noche. Hubo gritos, aullidos, saltos y sobre todo, el golpeteo de las patas de la cama contra el suelo que era a su vez, el techo de nuestra habitación.
Las peleas de los vecinos no cesaron, no esperábamos que fuera así, pero fueron cada vez menos frecuentes. En lugar de los insultos y recriminaciones, hablaban en voz alta, por la noche, dejándonos enterar de los problemas que persistían en las carteras de ambos. Lo que se volvió más frecuente fue el golpeteo de la cabecera de la cama de los vecinos contra la pared, aunque eso no causó más de una que otra esporádica queja entre los habitantes del condominio.

Un día, encontrándonos en las escaleras los cuatro, Teo y yo vimos con sorpresa que el vientre de la vecina se apretaba contra la ropa. Aquello aceleró los cambios en esa relación. Según Teo, que no dejaba de enterarse de nada, el vecino buscó un trabajo nuevo y al paso de unos meses, en lugar de que las cosas abandonaran aquel departamento, empezaron a llegar. Un televisor de la mitad del tamaño del primero, una estufa con horno, un refrigerador. Mientras la casa se llenaba, la vecina se ponía gorda, gorda, gordísima.
Una tarde de domingo se armó la conmoción en el edificio porque a la vecina se le ocurrió empezar a parir y no había fuerza humana que pudiera llevarla al hospital. Yo, como una de las amigas de la pareja, no tardé en subir para ayudar lo mejor que pude. Algunas vecinas, las de mayor edad, se asomaron para obtener parte del chisme pero terminaron siguiendo mis instrucciones. Juntamos toallas y agua caliente, como en las películas, y formamos un círculo alrededor de la vecina que no paraba de gemir y sudar.
Entonces, llegó el momento: coronó y pudimos ver la pequeña cabeza. Luego los ojitos cerrados. Después el hocico, el cuello y las primeras patitas. Finalmente el cuerpo completo con una pequeña cola que se enrollaba sobre sí misma. La vecina hubiera querido descansar pero entonces vino el segundo, y posteriormente otro y otro. Seis en total: cuatro machos y dos hembras que gimoteaban sobre una toalla dispuesta en la cuna que el ahora orgulloso padre había logrado sacar a crédito de una tienda departamental.
—Seis perritos, ¿lo puedes creer? —le decía a Teo que tenía metido medio cuerpo en uno de los cajones de la alacena tratando de dar con algo.
—Bueno, sí, no es muy común, cuesta un poquito creerlo —le escuché decir.
—¡Son hermosos! —para ese momento, ya no pude ocultar la emoción—, además, ellos se ven tan contentos.
—¡Ja! ¡La encontré! —anunció Teo desde el fondo de la alacena.
—Apúrate, que tengo que volver con ella porque los va a amamantar.
—Espérame, espérame —decía mientras iba en cuatro patas, caminando hacia atrás para salir del cajón de la alacena—. Hay que celebrar que todo salió como lo tenía planeado.
Mientras se levantaba y empezaba a sacudirse la ropa con una mano, con la otra sostenía a la altura del pecho una enorme botella transparente llena de mezcal.
SERENDIPIA
El relato anterior se publicó originalmente en agosto de 2015 y ha sido sometido a un muy superficial retoque. Se trata de uno de esos textos que, pese a sus defectos, me gusta aún después de todo este tiempo. En su momento trataba de ser un ejercicio en torno al “bizarro”. El título original era “El día que los vecinos se hicieron papás de seis” pero hoy me parece demasiado spoiler así que lo modifiqué.
En aquel entonces, la idea era producir una serie de al menos seis relatos que abordaran esta modalidad y en los que ciertos aspectos de la convivencia fueran quedando reflejados —en este caso, las diferencias entre relaciones y los problemas maritales—. Pero no recuerdo qué ocurrió en aquel entonces que me distrajo del plan y se truncó después del segundo experimento que, quizá, en algún momento traiga a este sitio.
Algunas veces, mientras trabajamos un texto, solemos partir de una idea —la historia, quiero que aquí ocurra esto y luego lo otro— y otras, a partir de un tema —quiero hablar de tal cosa en particular—. Cualquiera que sea la ruta, me parece que el objetivo final no deja de ser el mismo: contar algo. ¿Qué crees que venga primero, la historia o el tema, la idea o el argumento?
ONOMATOPEYA
Esperé durante mucho que una plataforma de streaming trajera de vuelta a Doctor Who y la que terminó haciéndolo fue Disney+ aunque ahora soy yo el que ha tenido poco tiempo para disfrutarla. Apenas he podido ver el primer episodio de esta nueva época del Doctor.
La primera vez que la vi —en Amazon Prime, me parece—, devoré cada una de las temporadas que estaban disponibles. Unas seis por aquel entonces, si no me equivoco. Mi Doctor favorito, hasta el momento, es el de David Tennant. Aunque debo decir que la de Matt Smith también fue muy bueno. A favor del resto de encarnaciones, diré que no he podido ver la de Capaldi, que debe ser espectacular.
Lo que en realidad quería decir es que quizá la encarnación del Doctor realizada por Tenant me atrapó —por el momento en que la vi y quién era en ese entonces— con el arco de Rose y la forma en que finaliza en “Journey’s End”. Dejo el cuadro de la escena para referencia.
Gracias por acompañarme esta semana. He estado un poco atrasado con las lecturas y he dedicado mucho tiempo a un par en particular. ¿Tú también lees más de un libro al mismo tiempo? La culpa de este hábito la tiene uno de mis profesores que una vez, mientras tomábamos café, me contó de los tres libros que estaba leyendo en ese momento. Mientras lo escuchaba me pregunté por qué nunca se me había ocurrido hacer algo así. Ahora que no puedo evitarlo, intento darme ánimos para no dejar de hacerlo.
Cuéntame, ¿qué te pareció la historia de los vecinos? Puedes dejar un comentario. Te invito también a suscribirte si aún no lo has hecho. Si lo haces, prometo venir la próxima semana para contarte algo más. ¡Hasta entonces!
Me gustó mucho el relato, su tono cotidiano y la vuelta de tuerca al final.
El cambio de titulo sin duda lo favorece.