Antenas - Cuento
Frente al volcán, la comitiva esperaba el momento en que el visitante dijera sus primeras palabras — CiFi y América Latina
El presidente vio cómo las antenas se movían sobre la cabeza, ondulando sin patrón aparente. Si sus asesores estaban en lo correcto, la criatura lo hacía para captar los aromas en el aire y percibir las presencias cercanas. Las autopsias señalaban que no tenían muy buena vista y que, en su lugar, gozaban de un sentido del tacto superior que les permitían orientarse incluso en la oscuridad. Eso hacía todavía más incómodo tener que ver aquellos ojos alargados y oscuros que ocupaban la mitad de la cabeza. ¿Para qué los tenían si eran tan inútiles?
Carraspeó como intentado llamar la atención y sintió las antenas, aquellos apéndices que parecían articulados filamentos, erigirse y luego apuntar hacia él. Subieron y bajaron. El presidente sintió como si lo observaran evaluando la dignidad de su cargo.
—¿Estás seguro de que pueden hablar? —dijo, cubriendo su boca al voltear hacia su joven acompañante.
—Pueden comunicarse, sí. Pero no tenemos información sobre su idioma —explicó la mujer que se acomodó las solapas del traje y recuperó la postura junto al mandatario.
La cabeza de la criatura recordaba a la de las hormigas. El par de tenazas en lo que parecía la boca se movía como si estuviera a punto de dar un bocado a lo primero que cruzara frente a su rostro. ¿Rostro? El presidente no imaginó otra forma de llamarle. Después de todo, aquella era la cara que le mostraban. En cuanto al cuerpo, prefirió no poner demasiada atención. Los videos de las autopsias habían sido suficiente.
¡Ah! Los videos. Cómo había lamentado aquella decisión. Pero sus asesores habían sido tan convincentes. Señor, habían dicho, hay que examinar a las criaturas, conocerlas, saber cuáles son sus debilidades. ¿De qué otra forma podremos enfrentarlas cuando decidan mostrarse al resto de la humanidad? Debemos estar preparados. Eso habían dicho y él, claro, había aceptado.
Tan sólo llevaba un año en el cargo. ¡Un año! Ni siquiera había podido inaugurar sus primeras obras. Había tenido que lidiar con la oposición política que se encargaba de azuzar a la gente para salir a las calles, para manifestarse contra él, contra su proyecto. Solo porque el color de su partido era otro. Distinto. Tan sólo quería cumplir con su trabajo, llevar a la nación a una nueva era, arreglar los problemas que sus antecesores habían provocado ante la complicidad y, por supuesto, beneplácito de empresarios, iglesia e incluso, otros gobiernos.
Pero él iba a ser distinto. ¿Cierto? Había llevado a cabo una gran campaña en la que encontró aliados en los distintos sectores de la población que se encontraban cansados y hartos más allá de la tolerancia con lo que gobiernos anteriores habían hecho. Y ganó. ¡Carro completo! Por dios, qué bien había salido todo. Demasiado bien, se le antojó pensar la primera noche después de recibir el puesto. Tan bien que hasta parecía como si el gobierno anterior lo hubiera planeado.
Y ahora así parecía. Habían dejado este problema en sus manos. No se había acostumbrado a la banda presidencial cuando el equipo científico del gobierno anterior había pedido una reunión urgente a través de su Jefe de Gabinete para exponer el problema.
Una nave, dijeron, se había estrellado en las faldas del volcán activo más importante del país. Y, ¿qué tipo de nave era? Había dicho, pensando que podía tratarse de uno de esos aviones que utilizaban los delincuentes para hacer sus fechorías. Por un momento pensó en lo peor. Que el gobierno americano estaba espiando a la nación. En su cabeza empezó a organizar un discurso. Llamaría a la unidad del pueblo para resistirse a los intentos injerencistas extranjeros por desestabilizar al país.
Pero no. Ni una cosa ni la otra. Alienígenas. ¿En serio, extraterrestres? El presidente no pudo sino reírse cuando escuchó aquella barbaridad. ¡Alienígenas en México! Ja, ja, ja. A otro tonto con ese cuento. Eso había respondido. Pero no, tampoco. Los integrantes del equipo científico lo veían sin seguirle la broma, sin mirarse entre ellos siquiera. Al contrario. Le clavaban sus miradas de ojillos venenosos esperando que por fin se diera cuenta de la gravedad del asunto.
Canceló la gira de victoria que tenía programada para ese día. Ya la retomaría después. Solo tuvo que ver una fotografía. Una y nada más, para creerles. Y en esa imagen estaba una cabeza muy parecida a la que ahora tenía enfrente y que le miraba, ¿o lo olfateaba? Con las antenitas esas que lo recorrían con ritmo ominoso.
Luego vinieron las peticiones y el tono condescendiente con que sus asesores le dijeron que debía hacer caso a los científicos. Estudiar a las criaturas y guardar el secreto lo mejor posible. Si esto llegaba a la prensa el pánico cundiría entre la población, la economía resentiría el nerviosismo, la moneda se devaluaría, nadie querría hacer negocios con las empresas nacionales, ningún país recibiría a los ciudadanos que, seguramente, le explicaron, buscarían refugio lo más lejos posible.
Como si no tuviera ya bastante con el crimen, la corrupción y todo lo demás. Ahora tenía que lidiar con extraterrestres.
Está bien, dijo, está bien. Vamos a estudiar a los dichosos aliens.
Lo mejor, le dijeron también los asesores, era tratar de seguir con las cosas tal como estaban planeadas. Así que al día siguiente retomó la gira. Dio discursos eufóricos anunciando los cambios que viviría el país. Se dejó apapachar con el cariño de una ciudadanía que tenía fe en él y su proyecto.
Pero luego vino lo peor. O sea, en lugar de que los cambios que había propuesto fueran recibidos con alegría por la masa ciudadana que había votado por él, ocurrió exactamente lo contrario. Nadie entendía lo necesarias que eran aquellas medidas. Tenía que ser firme. Tenía que poner al país en el rumbo que correspondía.
Así que, mientras durante el día salía a dar declaraciones para tranquilizar a las multitudes que, animadas por sus adversarios políticos, empujaban a la gente con campañas de desinformación, por las noches leía los reportes de los equipos científicos que en el más absoluto de los secretos conducían la investigación sobre la forma de vida extraterrestre que había naufragado en territorio mexicano.
¿Por qué no cayeron en Estados Unidos? ¿O en Rusia? ¿O en alguno de esos países que con total seguridad, pensaba, tenían ya bastante experiencia lidiando con razas de otros planetas? Pero no, tenían que caer justo en México y, peor, cuando él estaba tan ocupado poniendo en su lugar un país que estaba de cabeza.
La culpa de todo la tenía el anterior gobierno. De eso ya no le cabía duda. Pudieron haber lidiado con el problema en su momento pero, en lugar de eso y cuando vieron que su victoria estaba asegurada, decidieron dejarlo todo para después. Como siempre. Que lo arregle el que viene. Pero con el problema de que quien vino fue él. ¡Él! Cuyo sueño había sido siempre salvar a la nación. Ahora tenía en sus manos el no pequeño problema de ver cómo le hacía para preparar a un país que no agradecía sus esfuerzos ante una posible invasión alienígena.
Lo peor, ahora sí, lo peor, había sido que su equipo científico —que, por cierto, era una herencia del pasado, del gobierno anterior— no logró sacar en claro gran cosa de las autopsias. Habían despedazado los cuerpos, realizado análisis de todo tipo, observado cada uno de los órganos de las criaturas pero no le habían informado nada que no pudiera haber visto en un programa del History Channel donde los episodios de Alienígenas Ancestrales le habían dotado del material suficiente para saber que, si no venían en son de paz, estos insectoides cabezones iban a ser un verdadero problema.
Por más que rogó tanto asesores como equipo científico le habían dicho que no era conveniente pedir ayuda a los gringos. Podía producirse un acto de intervención que no convenía a nadie. Ni a él y su proyecto ni a los opositores y ciudadanos. Entonces, ¿qué le dejaron? Pues, con nada. Solo la responsabilidad de responder al mensaje que llegó por vía codificada a los cuarteles de la 1 Zona Militar.
Toda la inteligencia nacional, la que pudieron acopiar, se dedicó a decodificar la comunicación y, aunque mucho debió perderse en la traducción, sí pudieron sacar en claro una fecha y coordenadas donde se daría el primer contacto oficial.
Así que, ahí estaba él, parado en los linderos de un bosque frente al volcán Popocatépetl que, para colmo, llevaba varios días con intensa actividad, esperando que las antenas del visitante dejaran de moverse y por fin dijera alguna cosa. Al menos, las erupciones habían hecho posible cerrar el acceso a la zona y evitar a los curiosos que se hubieran visto atraídos por la enorme comitiva presidencial.
—Bueno, y ¿por qué no dice nada? —dijo el presidente, inclinándose hacia su joven asistente.
—Quizá debemos esperar un momento a que… —la mujer se había acercado al oído del mandatario pero se interrumpió al notar el movimiento de la criatura.
Clack, clack, clack, sonaron las quijadas del alienígena cuando parecía que estaba a punto de hablar.
«Señor presidente» escuchó el presidente, una voz con la claridad de unos audífonos junto a sus oídos.
Desconcertado por la voz, el primer mandatario miró hacia la mujer que lo acompañaba.
—Telepatía, señor. Era una de las teorías que teníamos —aclaró la asistente.
«Señor presidente» continuó la criatura, «primero que nada, deseamos agradecer su hospitalidad. Sabemos que su gobierno hizo lo posible por evitar el desastre que vivió nuestra tripulación. Pero ahora que nos hemos asentado y que usted ha aceptado nuestros términos, ha llegado el momento para revelarnos ante el resto del mundo, cosa por lo que le estamos muy agradecidos».
—¿De qué habla esta cosa? —dijo el presidente, volteando una vez más hacia su asistente. Al verla, dio un paso primero, luego otro y solo se resistió a correr porque no podía entender lo que ocurría.
La mujer estaba en el suelo. Se retorcía. La piel de las manos se estiró y a través de la carne se estiraron dos extremidades que mostraban el característico exoesqueleto. La cabeza, antes bella, se hinchó deshilachando la piel y el cabello, antes rubio, cayó en una mata como una peluca junto a los restos de carne cuyos cuajos se acumulaban sobre la tierra. La criatura reptó un momento pero cuando las seis piernas estuvieron libres, se incorporó tan alta que el presidente tuvo que alzar el rostro para ver la cabeza enorme, los ojos cubriendo la mitad de la superficie, las tenazas dentellando como si delataran el hambre y, por encima de todo, las antenas, los apéndices ondeantes que examinaban el espacio, vibrando en todas direcciones.
Alrededor, la comitiva, sus guardaespaldas, el comité científico, sus asesores, iban cayendo o se levantaban del suelo reconvertidos en las criaturas. Clack, clack, clack, masticando hacia el aire. Antenas por todos lados. Antenas que se saludaban. Antenas que sentían el clima y olisqueaban el bosque cercano.
«Señor presidente» continuó la cosa, mientras se acercaba hacia él, las extremidades superiores con sus pequeñas pinzas traqueteando con ansia, «su generosidad será recompensada y su nombre pasará a la historia. Para siempre».
SERENDIPIAS
Estaba pensando en mi primer contacto con la Ciencia Ficción (CiFi) y tengo muy claro el recuerdo de las películas de Volver al Futuro (BTTF) como el momento en que me enamoré del género. Aunque fue a través de las caricaturas que me expuse a la idea de otros mundos, alienígenas, mundos distópicos y tecnologías avanzadas (veamos una breve lista: Transformers, He-Man y los Amos del Universo, She-Ra, Thundercats, Los Halcones Galácticos, Brave-Star, Las Tortugas Ninja y el etcétera que quieran agregar para aquella lejana época de los 80’s), el cine me hizo confirmar mi gusto por ese tipo de narrativas.
Además de BTTF, por supuesto que también estuvo La Guerra de las Galaxias. Y luego vinieron cosas más “maduras” como las sagas Terminator, Predator, Alien, y cosas por el estilo.
Pero no fue sino hasta la universidad que empecé a leer a los clásicos —y por el término me refiero, por supuesto, a los grandes nombres de la CiFi gringa—, Philip K. Dick, Isaac Asimov (toda la saga Fundación), Ray Bradbury y William Gibson.
Luego vendría la fantasía, específicamente Tolkien, Phillip Pulman, S. Lewis (aunque nunca me conquistó del todo), y otros que ya he olvidado.
Se trata este, el universo de la narrativa fantástica y de ciencia ficción —sin contar el horror, el extraño y otros géneros dentro de la literatura especulativa— muy amplio y en el que resulta difícil —creo yo— orientarse. ¿Por dónde empezar? ¿A quiénes leer?
Sobre todo, qué leer cuando se trata de literatura latinoamericana que apela a este particular estilo.
En un taller sobre CiFi que facilita Anapoyesis, una revista literaria, he empezado a conocer algunos nombres. Uno de ellos, el de Hugo Correa, que me era totalmente desconocido, me da una idea de lo mucho que (me) falta leer sobre CiFi en español.
Hugo Correa (1926-2008) fue un escritor chileno de Ciencia Ficción que cultivó a conciencia y profundidad el género. Un volumen de sus Cuentos Reunidos, muy difícil de conseguir en físico, recopila las ficciones breves —y unas no tanto— con los temas que preocuparon al también periodista. La tensión entre identidad/subjetividad y tecnología, política y realidad, son ingredientes de sus historias.
Un conjunto, Los títeres, propone qué pasaría si la humanidad pudiera vivir a través de un proxy, en este caso, réplicas mecánicas del cuerpo humano. Las personas, en dicha situación, se enfrentan a conflictos donde se interrogan sobre su condición, sobre lo que es la existencia cuando ciertos límites quedan conjurados.
Se ha tratado de un agradable descubrimiento. Uno que quería compartir. Si quieren echar un vistazo al estilo y temas de Correa, uno de sus libros disponible en línea es Los Altísimos.
ONOMATOPEYAS
El cuento que inicia la carta de esta semana fue, lo confieso, bastante divertido de escribir. Cuando has estado bajo la influencia de la CiFi gringa durante tanto tiempo como yo, una de las cosas a las que es difícil resistir es plantear escenarios fuera del contexto local. Y he tratado —sigo tratando— de hacer el ejercicio de pensar qué pasaría si cosas como las que se plantean en Antenas ocurrieran en México.
En este caso, parte de la idea era imaginar de qué se preocuparía un gobierno, el que fuera, si se encontrara en la situación de confrontar o dar la bienvenida a una civilización extraterrestre. En este caso, una que no tiene ningún parecido con la raza humana.
Digo que fue divertido porque, aun cuando de fondo se supone que existe una amenaza, para el personaje eso termina siendo una preocupación tangencial cuando existen —o eso cree— cosas más importantes en las que pensar.
Por otra parte, me parece que elegir como escenario las faldas del volcán Popocatépetl era casi obligatorio. Con la cantidad de videos de avistamientos en el cráter de don Goyo, cómo iba a desaprovechar la ocasión.
¿A ti qué te pareció?
Por cierto, hablando de CiFi, ¿te gusta el género? Y si es así, ¿Star Wars o Star Trek? ¿Alien o Depredador?
Gracias por acompañarme esta semana. Espero que hayas disfrutado el relato y, si te gustó, puedes darle al botón de compartir. Por cierto que, si no te has suscrito, este es el momento. Así cada semana llegará a tu correo el aviso con la nueva carta.
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